viernes, 1 de noviembre de 2024

La tumba de Manterola

En estos días en los que la tradición nos acerca hasta el camposanto albense para honrar a nuestros ancestros, parece oportuno rescatar una interesante reseña periodística publicada en octubre de 1901 por Revista Bascongada bajo el título “Un donostiarra ilustre: La sepultura de Manterola”.
El artículo en cuestión –que nos ha sido facilitado por Nacho Cotobal– relata la visita que el prestigioso periodista Ángel María Castell realizó a la tumba de Vicente Manterola diez años después de su fallecimiento y describe, de forma sucinta, algunos de los aspectos que pudo observar en nuestro antiguo cementerio.
Es precisamente esta última parte la que transcribimos a continuación, si bien también facilitamos la posibilidad de descargar la totalidad del documento.


«[…]
Esta mañana la he visitado.
El camposanto de este pueblo engaña.
Por fuera es tan alegre como triste por dentro. Sus muros son blanquísimos; tan blancos por fuera como moralmente negros por dentro. No diré que esté bien dorada la píldora; pero lo que es plateada lo está a conciencia. Como si con nieve traída de la sierra de Piedrahita hubiesen levantado los lienzos exteriores de sus tapias, el cementerio parece a gran distancia una paloma posada en el lomo de un cerro cuyas peladas rocas están separadas por pequeñas praderas que simulan pedazos de aterciopelada alfombra.
Una muchacha a quien sus compañeros de vecindad la han contagiado el mutismo, abre sin pronunciar palabra la añosa puerta pintarrajeada de rojo cuyos oxidados goznes prorrumpen en estridentes alaridos de desesperada agonía. Algunas gallinas, únicos seres vivientes que pisan para escarbarla la tierra de la ciudad de los muertos, corren asustadas y cacarean en su revuelo protestando con indignación contra mi presencia que ha turbado el silencio que las rodeaba y la paz de su festín.
Son las doce del mediodía. El sol cae de plano calentando por igual a ricos y pobres en aquel democrático reino de la muerte. Las campanas de las iglesias del lejano pueblo tocan las oraciones. Toque alegre para el obrero que deja el trabajo y busca el placer de vivir en el seno amoroso de la familia. Pero como todo es del color del cristal por que se oye, a mí me parece que doblan a muerto.
Por entre las calles que forman las sepulturas, cubiertas las más por modestas pizarras en las que los vivos hicieron grabar la ofrenda de su amor a sus muertos, y rodeadas de verjas de forjado metal las menos, llego a la capilla, que está en el fondo como sitial de la presidencia de aquella asamblea de muertos.
Más que la popular poesía de Bécquer cantando la soledad de los muertos evoca la imaginación los versos de Murger que cantan la «aterradora armonía del silencio».
A derecha e izquierda de la capilla hay en los muros hileras de nichos, algunos de los cuales están guardados por cubiertas de madera pintada de negro, especie de toscas celosías puestas para evitar que el sol penetre y turbe el sueño de los que duermen disfrutando de posición más elevada.
La puerta de la capilla se abre también rugiente y perezosa. Desde el dintel al altar no hay dos metros de espacio, el suficiente, sin embargo, para que en el suelo se haya cavado una fosa y en ella descanse Manterola.
La mesa del altar, sin ornamentos sagrados, es de madera pintada de blanco que el tiempo ha llenado de injurias, y en su frente hay por todo símbolo un corazón sangrando atravesado por una daga. En la pared del fondo un pintor, con torpe mano sin duda, pero con sobra de almazarrón, quiso pintar un pabellón rojo entre cuyos pliegues hallase abrigo un crucifijo de madera tallada en la cual la polilla da tremendos asaltos y abre profundas brechas.
A la izquierda de la sepultura de Manterola hay medio tumbado contra el suelo un púlpito pintado de negro. Pronto se erguirá a la puerta de la capilla para que desde él un sacerdote hable a los vivos en plena fiesta de los difuntos. Entre tanto, allí está caído, arrinconado. Algo simbólico parece; algo como tributo rendido al que fue gloria del púlpito y de la tribuna. ¿No es verdad que al lado del cadáver de Manterola está muy en carácter y como expresando yo no sé cuántas cosas, un púlpito caído?

* * *
Cubren el pavimento de la reducida capilla, baldosas cuadradas de barro rojo, y solamente el espacio que ocupa la fosa de Manterola está cubierto por una pizarra en cuya superficie se han grabado grecas y arabescos revestidos de purpurina dorada y la inscripción siguiente:

«El Iltmo. Señor
Don Vicente Manterola,
Penitenciario de la S. I C.
Primada de España,
Ex magistral de las de Málaga y Vitoria,
ex diputado a cortes, etc.,
Falleció en esta villa
el 24 de Octubre de 1891.
R. I. P.
La villa de Alba de Tormes
como tributo a su memoria».

Y contemplando tumba tan modesta y tan olvidada, se recuerdan los versos del poeta sevillano, del mismo modo que al entrar en el cementerio se recuerdan los de Murger con preferencia a los de Bécquer, y sin formular cargos contra nadie: ni contra el partido político que a la elocuencia tribunicia del difunto debió tanto, ni contra la provincia en la que vio la luz, se exclama:
Dios mío, qué solos, ¡demasiado solos! ¡demasiado olvidados! se quedan los muertos ilustres!

Ángel María Casteell
Alba de Tormes y Octubre de 1901.»

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