JOSE SANCHEZ ROJAS.
En la ribera verde y deleitosa
del Sacro Tormes, dulce y claro río,
hay una vega grande y espaciosa
del Sacro Tormes, dulce y claro río,
hay una vega grande y espaciosa
-canta Garcilaso, por boca de Nemoroso, en su Égloga segunda, cuando comienza a decirnos las excelencias de la Villa de los Duques-. Alba de Tormes, de la que rezan en la comarca que “es baja de muros y alta de torres”, se alza al pie de esta dulce vega,
verde en el medio del invierno frío,
en el otoño verde y primavera,
verde en la fuerza del ardiente estío.
en el otoño verde y primavera,
verde en la fuerza del ardiente estío.
en una graciosa ladera. “Las espesuras de las hermosas torres”, que murmuraba Garcilaso -San Juan, San Pedro, San Miguel, Santiago, La Vera-Cruz, Santa María de los Duques- ya no es tan nutrida como en los tiempos del poeta toledano. Muchas torres desaparecieron, las más bellas acaso, y dos campaniles nuevos, los del Carmen, asoman sus humildes espadañas junto a San Pedro. El famoso palacio de los Álvarez de Toledo, morada del poeta, ha desaparecido también; solamente su castillo enseña su panza en un tesón o altozano, y la Torre del Homenaje, podada por las inclemencias del tiempo, preside el dulce paisaje de la vega. El Monasterio de San Leonardo, granja de los Jerónimos, sobrevive en ruinas. La villa actual, con algunas solaneras del siglo XVIII, se hizo con los despojos de la regia mansión de sus señores naturales. A los timbres excelsos de haber muerto entre sus muros D. Fernando, el León de Flandes; de haber vivido en ellos Juan del Encina, Lope de Vega, Calderón de la Barca, los tiempos han unido los de haber exhalado el último suspiro Teresa de Jesús, la Virgen del Carmelo, en su Monasterio de la Anunciación, cara a la vega.
Y el pueblo guerrero se ha tornado místico. Desapareció Santa María, la iglesia de los Duques; pero subsiste el franciscano convento-ermita de Santa Isabel, en los terrenos ducales donde vivió Teresa antes de concertar la fundación con Teresa de Layz y con su marido. De sus jardines, de sus parques, apenas si quedan fragmentos de alabastros en jardines abandonados. De la munificencia de aquella condesa de Monterrey y duquesa de Alba, Dª María Enríquez y Colón, nieta del Almirante, sabemos todavía por una preciosa talla en madera, obra del propio Mena -desconocida en España como obra de este genial escultor- que se venera las tardes del Viernes Santo en el palomar carmelitano. De los señores -en todo tiempo escasos- de la Villa quedan unos primorosos enterramientos de los Villapecellines en San Miguel. De sus fueros y pragmáticas -estudiados primeramente por Julián Sánchez Ruano-, el viejo atrio de Santiago, donde se reunía el Concejo a deliberar, «a campana tañida». Desapareció el rastro en la población de los altos ingenios que hemos dicho, porque un alcalde confitero, que yo alcancé en mi niñez, se apoderó del Archivo municipal, y de los pergaminos viejos hizo rocadores y cucuruchos para envolver y repartir sus confituras. Hoy Alba duerme, duerme siempre sus pasadas andanzas, sobre la ladera pizarrosa y a la sombra del Castillo y de la Torre del Homenaje de sus Duques. Villa castellana, como todas las villas; alhóndiga y panera y casinejo, caza, murmura, intriga, encierra el rubio trigo y espera días mejores. Su casco se despuebla y sus artesanos marchan a tierras más hospitalarias. Los señoritos se casan y reproducen la casta con las pecheras del lugar. De la virtud, del linaje, del ingenio y de más altas cualidades que viera Garcilaso en
aquella tierra de Alba, tan nombrada,
no queda ya sino el recuerdo. Una inmensa ola de tedio y un prurito exagerado de mendicidad, heredado tal vez de los pobrecitos legos de San Francisco, que pedían limosnas por las casas y acompañaban a los ahorcados al teso, hace ya tres siglos, con sus oraciones plañideras y cantarinas, son las calidades que hoy advierten en la Villa los lectores de Garcilaso.
Solamente el paisaje es eterno en esta villa de la horca y del cuchillo, de Duques y Santas, de paneras y casinejos, de galgos de caza y de caciquillos melancólicos y aprovechados. Garcilaso ha descrito este paisaje para siempre. En él pasó su mocedad con aquella dama portuguesa y rubia que se llamó Dª Isabel de Freyre, azafata de los Duques; a la orilla del Tormes persiguió mozas de buen ver aquel maestro de música, canónigo de Málaga y de León, Juan del Encina; frente a Santa María vivió, con una mujer de Alba, horas felices, Lope de Vega, mujer de la que tuvo una hija natural, que se enterró aquí; varias de las comedias de Lope están fechadas en Alba. En Alba obtuvo su primer premio como poeta, en el Certamen de las Fiestas de la Beatificación de Teresa, costeadas por los Duques, un estudiante de Salamanca llamado Miguel de Cervantes y Saavedra. En 1612 moría, a los tres días de llegar, mirando a la vega desde la ventanita de su celda, Teresa de Jesús. Es fama que un almendro estéril que había en la huerta del Monasterio, junto a la celda, se pobló de blancas flores aquella noche -en que comenzó la reforma del calendario gregoriano- del 15 de Octubre de 1585. En Alba, después de las hazañas de Torres-Vedras y de las Victorias de Arapiles, de Garcihernández, pintó D. Francisco de Goya y Lucientes el retrato de lord Wellington, duque de Ciudad Rodrigo, después de no pocos dimes y diretes y de españolísimas asperezas con el rígido modelo, generalísimo hasta delante de los pinceles del malhumorado pintor de cámara de Cayetana, duquesa maja de este lugar. Que nosotros sepamos, no dan más de sí las gestas pretéritas y presentes de Alba de Tormes, la de la vega verde y espaciosa y la del lecho de pizarra. Hogaño, dormita, dormita siempre, y es tal vez la pizarra que le sirve de lecho el elemento más poroso, comprensivo, transigente y permeable de este lugar, del que huyó toda esperanza de redención, como si estuviera enclavado a las puertas del Infierno:
Lasciate ogni speranza, voi ch' entrate...
Y los artesanos -alfareros, sastres, perailes, guarnicioneros, talabarteros, comerciantes, jornaleros, pejugaleros- la abandonan poco a poco, para que asienten su trono sobre la soledad y el silencio los señoritos ociosos y enredadores que estudiaron para curiales y que son el azote del pobre trabajador en «esta tierra de Alba tan nombrada»...
La Esfera 15-03-1930
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