jueves, 19 de febrero de 2009

José Sánchez Rojas. Recuerdos de niñez

EL NACIMIENTO
(Fragmento inédito del libro en prensa “Recuerdos de niñez”)

Desde el día de Todos los Santos esperábamos los niños ansiosamente las fiestas de Navidad.

Los días eran cortos y melancólicos los atardeceres. La Seña Leonor vendía castañitas asadas bajo los soportales de la plaza. Los chicos nos recogíamos en casa después de merendar. Había una novena de Ánimas en la iglesia románica de San Juan donde el sacerdote refería ejemplos terribles de condenados que se retorcían, como sarmientos secos, entre las llamas infernales. Y al acabar la novena el pueblo prorrumpía en un canto que era un lamento desesperante, donde vibraban terrores milenarios y espantosos.

¡Ay! Aquellos cantos me quitaron más de una vez el sueño. Y las benditas almas del Purgatorio, que yo me imaginaba con rabillo rojo como el diablo, me lo quitaron también. Durante un mes de Noviembre hubo en Alba eso que llaman cuadros disolventes: historias de aparecidos, de fantasmas, de espíritus en pena. Llegó a descomponerse el cordaje de mis nervios infantiles. Tuve pesadillas. Mi madre comenzó a preocuparse seriamente de mi estado. En el espejo bruñido y virgen de mi espíritu se reflejaban fuertemente las impresiones recibidas.

Mi padre fue nombrado, por empeño del subsecretario de Hacienda, Isidoro García Barrado, fiscal municipal. Lo dijo en casa después de comer al recibir el nombramiento; yo se lo conté a una vecina y amiga nuestra, doña Sofía, que tenía una escuela de niñas en su casa. Doña Sofía me dijo que el oficio de papá, el de acusón, era el mismo oficio que tenía el diablo. Aquellas palabras causaron un efecto singular en mi alma. Fui corriendo a casa, abordé a mi padre en un tono resuelto, que no dejó de sorprenderle, diciéndole que no fuese fiscal ni un solo minuto más, porque se condenaría. Mi padre se río primero a carcajadas; pero advirtiendo mi no fingida excitación, procuró disuadirme de que aquella profesión de fiscal municipal era más inocente que un corderillo blanco…

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Decía –perdone el lector estas divagaciones- que desde el día de todos los Santos esperábamos los niños ansiosamente las fiestas de Navidad. Venían primero los Santos con los puestos de castañitas asadas y con los buñuelos de viento; los Difuntos con la obligada visita al camposanto, con las roscas de pan blanco y mollar, con los hachones amarillos; la novena de San Juan; el santo de mi padre, con las partidas de tresillo que duraban toda la noche; la fiesta de la Purísima Concepción, también en San Juan, con las ringleras de niños blancos y bonitos en la procesión de prima tarde. Venía, por fin, la matanza.

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Llegaba Navidad. No tocaba nunca la lotería. La Nochebuena venían a casa los abuelitos. Las monjitas mandaban la colación; pavos, los charros, cigarros, vinos y turrones, los amigos. Las Hermanas de la Caridad enviaban unas mantecadas riquísimas; tartas de almendras las Benitas. Las hijas de Santa Teresa la tortilla carmelitana de vigilia.

Yo me pasaba comiendo todo el día con creciente apetito; verdad es que no paraba un solo minuto de la mañana a la noche.

La cena. Alegría. Intimidad. Grata expansión en torno a los manteles blancos. Papá bailaba. Los chicos nos vestíamos de mamarrachos. El abuelo Miguel comía y callaba. Se prolongaba la cena hasta después de media noche. El volteo alegre, atropellado, violento de las campanas de los Padres, brincaba dentro de mi corazón. La misa del Gallo nos íbamos todos a los Pares.

Yo subía al coro. Tenía un amigo, el hermano Hilario, que me daba confites y recortaduras de hostias y de formas. En el coro sonaban las zambombas, las panderetas, las castañuelas. Con un aparatito de hoja de lata, relleno de agua, se imitaba el canto del canario. Yo era el encargado de soplar aquello. Hacia filigranas. Gorjeos más bonitos no se oyeron nunca en la virgen América. Me tenía dicho el buen lego que en el Credo y en el Gloria trinase todo lo que me viniese en gana, pero que al llegar a la consagración, moderase prudentemente mis modulaciones. Y no podía contenerme. El pajarito seguía cantando en la enramada cuando el Ministro del Altar ofrecía a los fieles la Carne y la Sangre del dulce Cordero Inmaculado. No había modo de hacerme callar.

Después de la misa bajaba a ver el Nacimiento, que estaba a la izquierda del altar mayor. Cintas de papel de plata simulaban arroyos y regatos; había viejas muy graciosas con cestas al hombro, pajes, pastores, pastorcitas, puentes rústicos atrevidísimos, chozas y cabañas de paja. El niño Jesús recibía, desde el portal, el aliento del bondadoso buey. Las figuritas de la Virgen y de San José respiraban una tristeza dulce y melancólica. Una estrellita de avalorios mostraba a los Reyes Magos –Melchor, Gaspar y Baltasar- el camino de Nazaret. Y había corderitos blancos, ovejitas rojas, bueyes con cuernos retorcidos, gansos sobre un lago formado de papel de plata, pajaritos en las enramadas, árboles corpulentos, musgo, vereditas de arena, castillos feudales, casa de campo de estilo suizo…

Todos los días los Reyes Magos, con su impedimenta de pajes, criados y presentes que iban a regalar al Niño-Dios, se acercaban un poquito más al Portal de Belén. El día de los Santos Inocentes aparecían unos bebés de cartón desnarigados, descabezados, recibiendo con cara asustada los hachazos de los verdugos y esbirros del Rey Herodes. Y el día de los Reyes desmontaban de sus cabalgaduras a Melchor, a Gaspar y a Baltasar, y aparecían ofreciendo ante el portal sendas costaladas de oro, incienso y mirra.

Yo soñaba las noches de Navidad con estas cosas, acariciando al niño Manolo, viendo la bondadosa sonrisa de la Virgen, oyendo la aspiración bronca del pobre buey, escuchando el rumor de las zambombas, de las sonajas, de los panderos, de los tamboriles…

José Sánchez Rojas


La Esfera 22/12/1917

Biblioteca virtual de prensa histórica
Ministerio de Cultura

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