José Sánchez Rojas
Biblioteca Nacional de España
Impresiones de un colegial que despierta a la vida... Esta tarde, jueves, hemos salido los chicos en renglera con nuestros bonetes cuadrados y nuestros flamantes manteos de becas azules. En la muralla, dos novios. Rubia ella, militar él. Hemos dado la vuelta de la muralla hasta la Puerta del Conde. Esta puerta nos parecía ordinaria, aunque muy grande, y no la dábamos el menor valor historio, hasta que ayer don Emilio, el profesor de las Historias, nos dijo que por allí había pasado Lord Wellington y que, desde la cama, dentro de la puerta aquella, había dirigido D. Andrés Perez de Herrasti las fuerzas de la plaza, en su breve, pero heroico rendimiento de la Independencia. Aquella erudición nos da cierta familiaridad con la Puerta del Conde. ¿Donde estaría la cama del general? ¿Como sería el caballo que montaba Lord Wellington?... Y miramos con desprecio a los horteras que hablan a las costurerillas, a los soldados de la guarnición, a los barquilleros y demás hombres vulgares que tropiezan con nosotros.
Y hablamos de D. Carlos. Todos, en el Colegio, somos carlistas; todos afirmamos que doña Margarita ha sido la mujer mas hermosa del mundo, y D. Carlos el más apuesto de los galanes. El periodiquillo carlista que nos dejan leer –y al cual estoy suscrito- publicó ayer el Palacio de Loredan. ¡Chacho, que casa, sobre las aguas, completamente en las aguas! Eso del centro de gravedad debe ser una broma. No he aprobado la Física, pero la Física miente.
Y empezamos a vislumbrar los jardines del arrabal de San Francisco. El mundo, la vista del mundo, la contemplación de las mujeres guapas y de los matrimonios jóvenes, nos envuelve en una atmosfera de bienestar. Atravesamos, de prisa, las calles habitadas. Y nos internamos por la vieja “vía meritensis”, la calzada, que, según la tradición, unió, veinte siglos hace, Roma con la famosa Mérida
Desde allí contemplamos la torre de la catedral. Esta toda abolla. En el sitio del año 1812, abollaron las granadas, las naves, el cimborrio, la bola de la cúpula. Las paredes están desconchadas y rotas y asimétricas las almenas. La catedral nos da la impresión de una hermosa jorobada, que perdió su esbeltez, conservando su gracia y su belleza. Los terremotos del año 1777, que también dieron al traste con la tradicional rectitud de la torre de la Catedral Nueva de Salamanca, achataron y empequeñecieron la cúpula de la colegiata mirobrigense. Es severa y desnuda. Tiene algo de la serena austeridad de la catedral santanderina. Sin estar sobrecargada de detalles innecesarios, de pormenores indigestos, sabe ser elegante y sobria. El coro es de una alegría singular. Lo tallaron los judíos. Hay canónigos cuyos cuerpos son botas de vino. Ellos asoman, por el cuello, la cara congestionada y satisfecha de buenos bebedores. ¿Recordáis los apuntes de Téniers? Como ellos, su visión os mueve a risa plena y estallante. Hay movimiento y vida en aquellos sillones respetables. Ellos me han recordado, mientras en las naves resonaba el órgano con el “Magnificat”, las notas canallescas y populares de la matchicha.
Regresamos a la ciudad.
En frente, descubrimos las fortalezas portuguesas de Almeida y Guarda. Guarda tiene unos cañones “terror d’os mundos”. Ciudad Rodrigo, en cambio, es una pequeña e insignificante plaza fuerte.
Otra vez la muralla. A lo lejos, el bloque de piedra del castillo, hoy fuerte de artillería.
El puente romano, miserable y ridículo, nos da una impresión de plebeyez absoluta.
El Agueda, regando las huertas verdes, deja correr su cauce pobretón.
En las callejuelas, casones de blasón mohoso. En la plaza de Cerralbo, fértil en leyendas y estocadas y amoríos en tiempos de los Pachecos revoltosos, se levanta la capilla del Renacimiento, airosa y esbelta, como el cuerpo menudo de una doncellita rubia.
Y nos encerramos en el Colegio.
El rosario y el estudio.
En nuestras cabecitas adolescentes tratamos de reconstruir la carita avergonzada de la rubia coloradota y del teniente apuesto. Los novios siguen parloteando en la muralla. Los veo desde mi mesa.
ALREDEDOR MUNDO 24/03/1909Y hablamos de D. Carlos. Todos, en el Colegio, somos carlistas; todos afirmamos que doña Margarita ha sido la mujer mas hermosa del mundo, y D. Carlos el más apuesto de los galanes. El periodiquillo carlista que nos dejan leer –y al cual estoy suscrito- publicó ayer el Palacio de Loredan. ¡Chacho, que casa, sobre las aguas, completamente en las aguas! Eso del centro de gravedad debe ser una broma. No he aprobado la Física, pero la Física miente.
Y empezamos a vislumbrar los jardines del arrabal de San Francisco. El mundo, la vista del mundo, la contemplación de las mujeres guapas y de los matrimonios jóvenes, nos envuelve en una atmosfera de bienestar. Atravesamos, de prisa, las calles habitadas. Y nos internamos por la vieja “vía meritensis”, la calzada, que, según la tradición, unió, veinte siglos hace, Roma con la famosa Mérida
Desde allí contemplamos la torre de la catedral. Esta toda abolla. En el sitio del año 1812, abollaron las granadas, las naves, el cimborrio, la bola de la cúpula. Las paredes están desconchadas y rotas y asimétricas las almenas. La catedral nos da la impresión de una hermosa jorobada, que perdió su esbeltez, conservando su gracia y su belleza. Los terremotos del año 1777, que también dieron al traste con la tradicional rectitud de la torre de la Catedral Nueva de Salamanca, achataron y empequeñecieron la cúpula de la colegiata mirobrigense. Es severa y desnuda. Tiene algo de la serena austeridad de la catedral santanderina. Sin estar sobrecargada de detalles innecesarios, de pormenores indigestos, sabe ser elegante y sobria. El coro es de una alegría singular. Lo tallaron los judíos. Hay canónigos cuyos cuerpos son botas de vino. Ellos asoman, por el cuello, la cara congestionada y satisfecha de buenos bebedores. ¿Recordáis los apuntes de Téniers? Como ellos, su visión os mueve a risa plena y estallante. Hay movimiento y vida en aquellos sillones respetables. Ellos me han recordado, mientras en las naves resonaba el órgano con el “Magnificat”, las notas canallescas y populares de la matchicha.
Regresamos a la ciudad.
En frente, descubrimos las fortalezas portuguesas de Almeida y Guarda. Guarda tiene unos cañones “terror d’os mundos”. Ciudad Rodrigo, en cambio, es una pequeña e insignificante plaza fuerte.
Otra vez la muralla. A lo lejos, el bloque de piedra del castillo, hoy fuerte de artillería.
El puente romano, miserable y ridículo, nos da una impresión de plebeyez absoluta.
El Agueda, regando las huertas verdes, deja correr su cauce pobretón.
En las callejuelas, casones de blasón mohoso. En la plaza de Cerralbo, fértil en leyendas y estocadas y amoríos en tiempos de los Pachecos revoltosos, se levanta la capilla del Renacimiento, airosa y esbelta, como el cuerpo menudo de una doncellita rubia.
Y nos encerramos en el Colegio.
El rosario y el estudio.
En nuestras cabecitas adolescentes tratamos de reconstruir la carita avergonzada de la rubia coloradota y del teniente apuesto. Los novios siguen parloteando en la muralla. Los veo desde mi mesa.
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