Posiblemente con poco rigor en el método, quizá de una forma un tanto desordenada…, continuamos acercándonos a la obra de José Sánchez Rojas y hoy ofrecemos desde este espacio Sol entre nubes, novela corta original del escritor albense que allá por el año 1911 recogería entre sus paginas La Ilustración Artística, revista barcelonesa que con una periodicidad semanal publicaría algunas otras de sus obras que en un futuro incluiremos en esta sección.
SOL ENTRE NUBES
I
Siempre que se trasladaba a Madrid le sucedía lo mismo a Manolo Suárez, abogado por ser algo, mozo de rentas saneadas, de espíritu alegre, de simpática fachenda y dueño de su vida y de su tiempo. Vivía cuidando de sus terrones, a la vera de ellos, en una muerta ciudad castellana, con canónigos y colegiata, donde el tiempo discurría placidamente, entre el tute del casino, los bailes de confianza, los libracos que le traían de Paris, amarillentos y frívolos, y el culto a las musas. Manolo tenia su musa, María, una mozallona de la ciudad, alta y garbosa, de castaños ojos prometedores, cristiana de sangre, humilde, angelito casero a quien Manolo había hecho dueño de su corazón y confidente de las fantasías de sus ocios.
Aquellos amores largos y sedantes, tenían paréntesis de cuatro o cinco meses, en que Manolo se trasladaba a la corte a ver los teatros, a murmurar con sus colegas en Apolo de los que no estaban presentes, a oír los pintorescos discursos parlamentarios, a flanear por las rúas de la villa del madroño, con sus amigotes y antiguos condiscípulos de la Central. Los primeros días escribía a María largas epístolas y hasta espiaba, desde su lindo cuarto de la calle del Arenal, la llegada del cartero. Luego, embotaba su pluma y se adormecía su musa. Los amigos, los teatros, los libros de los conocidos, el tranvía, el estreno, el te del Ideal, la excursión a Toledo, le separaban de María. La pobre chica, que conocía a su Manolo, resignábase a los contratiempos. Sabía que su prometido era un tarambana, pero que a ella no le desalojaba, sin más ni más, cualquier intrusa del corazón del desmemoriado.
Madrid sin embargo, prendió aquel año con sus raíces de frivolidad, de escepticismo y ligereza, en los amores del mozalbete desocupado y rico. No se sabe como comenzó aquello, ni si comenzó siquiera. Tengo para mí que en el cambio tuvieron parte un sol dominguero, la alegría callejera de pianillos acatarrados que esquilean, de gritos de vendedores que aturden, de mujercitas adorables de trajes claros que inquietan el corazón acompasado y seguro de si mismo. Es el caso que Manolo, en la calle del Arenal por cierto, topó con una damisela rubia, esbelta y gentil como una palma, de inmensos ojos azules que negreaban con el enojo y diluían su color con la sonrisa, bien vestida, mejor calzada como buena madrileña de recia estirpe, coquetuela, acompañada por una acartonada dama de compañía, de gesto torvo y cara de pocos amigos. Que al requerimiento de simpatía de Manolo accedió la bella con una sonrisa, con dos sonrisas, con muchas sonrisas, camino del Retiro, y que al regreso, a la hora en que los rayos del sol se quiebran por entre los árboles del hermoso jardín, la bella animaba ya francamente a la persecución y a la conquista. Que Manolo, aturdido por la dulzura de aquellos ojos y la elegancia de aquel palmito, siguió a la muñeca hasta la calle de Leganitos donde vivía. Que quince días después se juraban amor eterno, con la discreta protección de la acartonada señora, solterona machucha y agresiva. Que María, la pobre María, la honesta mozallona de su pueblo, pasó a la fosa del olvido. Que la novia escarnecida por el ingrato tarambana lloró mucho y esperó más. Sol entre nubes, su espíritu se dejaba mecer por una canción remota, que apagaba, con su lejana música, el desasosiego de la infeliz. ¡Si Manolo volviese!
Lolita –Lolita se llamaba la linda muñeca madrileña- adormeció con sus gorjeos de alondra juguetona los remordimientos de Manolo. Tuvieron un mes encantador de relaciones. En el Retiro, por la Castellana, por la santa placidez del Parque del Oeste, cascabelearon, como diligencia novata, los oídos de las gentes con aturdimientos de su amor intemperante.
Lolita era una charlatana adorable. Sus recuerdos de colegio embobaban a Manolo. La muñeca tenía un horror invencible al silencio, a la disciplina, a la calma del colegio. Una noche de Cuaresma, mientras las buenas madres oraban con sus educandas, Lolita aporreo el piano, vecino al comedor, y preludió las notas jubilosas de la Marsellesa. Se privó a Lolita de postre durante quince días. Otro día, durante la clase de pintura, pegó con recosidos la falda de dos compañeras. Y repetía, alocada, imitando el gesto de la madre superiora:
- Oh, mademoiselle! Oh, mademoiselle! Ça n’est pas possible, comprenez?
Al mes justo de los amores, Manolo comenzó a notar que Lolita era poco exacta en sus recuerdos. Caía en flagrantes contradicciones. Además, era poco puntual, cada vez menos, a las citas en el Ángel Caído, las tarde de sol. Luego, sospechó que no conocía del todo la familia de Lolita, el mundo de Lolita. Vestía con demasiada elegancia y el sueldo de papá era harto poco. El papá, deseoso de representar un distrito en el Congreso, entre señorones de reluciente tubo y levitas impecables, hacia poco caso de Lolita. Manolo pensó que, tal vez, había sido demasiado ligero. Tímidamente, de tarde en tarde, pensaba en María:
- ¿Me perdonará?
Y aquellos amores se rompieron de pronto, porque si, sin ruido, por un capricho de Lolita, por una testarudez de Lolita. Los ojos azules, el palmito gentil, el sombrero enorme que encuadraba el marco de las delicadas facciones de su muñeca, se le había colado alma adentro más de lo que el había sospechado. Indudablemente, decía bien Musset: on ne badine pas avec l’amour.
Y pensó en volver a su tierra enseguida. Y escribió a María. Pero María no contestaba. Ocho días después, Manolo, que no acertaba a explicarse el enigma del silencio, dejó la baraúnda cortesana por la calma del poblachón, donde cuidaba de sus terrones la mayor parte del año.
II
A la puesta del sol, se doraban las gloriosas piedras de la ciudad muerta castellana. El astro se ocultaba en la tierra de las llanuras, lenta, rítmicamente, dejando huella de sangre en su descenso. De la tierra surgía una canción fecunda de promesa y de misterio. Y en la ciudad, para decir a los hombres frívolos que llegaba la hora de las sombras, lloraba la campana de la colegiata. A su llamada, contestaba temblorosa la esquila de un convento monjil, de aniñado acento; la campana moza de una parroquia; el tañido armonioso, lejano, de una ermita del arrabal.
Se encendieron las luces de la ciudad. Sus calles, en ziszás, recordaban los surcos quebrados de los llanos que la circundan y aprietan. Eran todas evocadores y todas distintas. En una plazuela solitaria arañaba el cielo la aguja de una torrecilla; en otra cantaban los niños, a coro, un romance de las tres hijas del rey infiel. En una calleja, una alhóndiga. En la de al lado, un escudo moroso en la fachada vieja. Por ella discurría Manolo, presa de una agitación febril, esperando la luz conocida de una ventana que permanecía cerrada.
Dos horas de mortal angustia esperaba Manolo la luz de aquella ventana que tantas veces había alumbrado sus ensueños. ¿Ahora? La interrogación, sin respuesta cabal, le martilleaba las sienes. ¿Aquella Lolita? Pero Lolita no tenía culpa, sino él, él solo. Y proseguía en su monologo, henchido de divagaciones, contradictorio, pintoresco, absurdo:
- Esas provincianitas, se decía, nos quieren, si, nos quieren, como María me ha querido. Pero la procesión les anda por dentro. Nos quieren y no saben decirlo. Se sacrifican y nadie sabe su sacrificio. En la vida, son perfectas madres, pero como novias… No; lo que es para novias, Madrid. ¡Aquella Lolita, tan charlatana, tan embustera, ton bonita!... ¡Pero María! ¿Saldrá María? ¿Jugará conmigo ahora como yo he jugado con ella antes? El caso es… que yo no tengo defensa. Y la quiero pedir perdón, y casarme con ella, y…
Se oyó ruido de cristalería, se abrió una ventana y asomó un busto de mujer. El de María. Manolo quedó confuso. Se acercó tímidamente.
-María…, balbuceo el terrible pecador, el de los devaneos e infidelidades cortesanas.
María replicó dulcemente:
-Pero Manolo…
Y Manolo razonó la solicitud de su indulto prolijamente. Siempre ha sido torpe costumbre la de oír conversaciones ajenas y necia cosa, además, fisgonear platicas de enamorados. Aquella fue larga y cordial Se habló de boda: se fijó una fecha; “pelillos a la mar” dice el adagio.
María, al hablar luego con su mamá, estaba radiante, pero en las mejillas había surcos de lágrimas.
También Manolo, espíritu fuerte para los contertulios de la cacharrería del Ateneo; lloró aquella noche…
Y es que le nació el grande amor entonces sobre el solar de las pasadas frivolidades. El amor, del que ha dicho un poeta que es como un niño recién nacido. En efecto, hasta que no llora, no sabemos si vive.
JOSE SANCHEZ ROJAS
LA ILUSTRACION ARTISTICA 11/09/1911
LA ILUSTRACION ARTISTICA 11/09/1911
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