Un nuevo Recuerdo de niñez de José Sánchez Rojas es, sin duda, lo mas destacable del contenido de este número 16 del antiguo dominical albense El Tormes que desde hoy ponemos a disposición de cuantos nos visitan. En su lectura tropezamos con una cariñosa evocación de su primer maestro y el recuerdo de las antiguas escuelas publicas de Alba de Tormes, entonces ubicadas en otro de nuestros edificios singulares con el que también pudo la dejadez y la ruina y que hoy recordamos gracias a la descripción que de él hizo Rojas en esta nueva entrega de su proyecto literario Sol entre nieblas, que a continuación reproducimos, y a las fotografías con que lo ilustramos obtenidas de el Libro programa de fiestas del pasado año.
DE LA ESCUELA
Las escuelas públicas de Alba están todas en un mismo edificio, que podrá tener treinta y cinco años (1) de existencia. La de los párvulos esta en el centro; la de las niñas a la izquierda; a la derecha la de los adultos. Las escuelas son unos salones largos, con unas columnas que interrumpen la vigilancia del maestro. Son frías, y tan altas, que el maestro necesita unos pulmones privilegiados. Las tres escuelas tienen patios o unos corrales con tenadas.
No hay retretes en ellas. El material vale muy poco; mapas medianejos y estampita horribles con episodios de las Historias Sagrada y Española. No se han graduado estas escuelas todavía. Y es el caso que el Ayuntamiento esta orgulloso de ese edificio, porque tiene cierta elegancia exterior y un patio de entrada muy bonito.
No hay retretes en ellas. El material vale muy poco; mapas medianejos y estampita horribles con episodios de las Historias Sagrada y Española. No se han graduado estas escuelas todavía. Y es el caso que el Ayuntamiento esta orgulloso de ese edificio, porque tiene cierta elegancia exterior y un patio de entrada muy bonito.
Los maestros no quieren decir en voz alta que aquellos salones son indecorosos y fríos, que el material pedagógico es deficiente, que es más que necesaria la graduación. Ahora parece que la inspectora, señorita Victoria Adrados, quiere poner pronto remedio a tal estado de cosas en las dos escuelas de su jurisdicción. Crea la señorita Adrados que la opinión la acompañará en la empresa.
Yo asistí casi siempre a la escuela de párvulos que dirigía don Nicolás Caballero, anciano bondadoso y muy inteligente, el niño de más edad de los que allí nos reuníamos. En la escuela no chillaba nadie. Fuera de ella, nos desquitábamos jugando “a la una anda mi mula” y al marro en las horas de recreo. En estos juegos se desarticuló una pierna uno de mis mejores amigos de entonces, que hoy vive casado y con una florida y copiosa descendencia. En aquella escuela cantábamos el Bendito. El buen don Nicolás tenía una gran emulación; muchas veces, desquitándolo de su sueldo –el Ayuntamiento pagaba entonces, no sé si ahora también, una decorosa subvención a los profesores- nos obsequiaba con premios extraordinarios, libros, estampas y dulces. El pobre viejo, un poco inquieto de nervios, nos reñía con aspereza y siempre acababa la riña con un beso sonoro y paternal.
¡Pobre don Nicolás! Parece que le estoy viendo con el puntero, señalándonos las letras del alfabeto; parece que le estoy viendo forzándome con una diestra temblona a coger la pluma de no se que manera, que me cohibía atrozmente y que me hacia llenar la plana de borrones; parece que le estoy viendo entonar el Bendito, iniciando la cascada de notas infantiles; parece que le estoy viendo jugar con nosotros en el patrio con su humor alegre. Aquel pobre viejo respetaba el pudor infantil con una gran delicadeza. Estaba ayuno de toda suerte de malicias. De sus sesenta y ocho años podía quedarse con el pico, que su infantilismo era de buena ley. Y nosotros le respetábamos y, sobre todo, le queríamos, le queríamos mucho.
Yo me rompí una tarde la cabeza, haciendo la mula, en el patio. No podía estarme quito. Mucho más que a mi le asustó a él el espectáculo de la sangre. El porrazo fue tan serio que en la botica tuvieron que coserme el cuero cabelludo. Todavía tengo las señales de una hermosísima cicatriz. Aquel pobre anciano lloró aquella tarde sin consuelo.
Yo me rompí una tarde la cabeza, haciendo la mula, en el patio. No podía estarme quito. Mucho más que a mi le asustó a él el espectáculo de la sangre. El porrazo fue tan serio que en la botica tuvieron que coserme el cuero cabelludo. Todavía tengo las señales de una hermosísima cicatriz. Aquel pobre anciano lloró aquella tarde sin consuelo.
Le pagué siempre aquellas lágrimas con amor, con veneración, con una siempre renovada gratitud. Todos los años, ya de adolescente, iba a saludarle.
- ¡A ver si eres como Fulanito, y como Fulanito, que salieron de mi escuela! ¿Lo oyes bien? ¡De mi escuela!
Y me citaba el ejemplo de unas glorias locales que ceñían en sus frentes coronas locales también. Y no de laurel todas las veces, sino de cardos y de calabazas, a lo mejor.
Estudiaba ya en la Universidad y fui a felicitar un año a mi maestro de escuela. Celebraba sus días el 11 de septiembre. ¡Ya no estaba allí! Le habían jubilado y había muerto en casa de un hijo suyo, sacerdote.
Y le lloré como si fuera de los míos.
No comprendo que se deprima la labor del maestro, que las gentes le burlen, que los padres no le hagan caso, que la sociedad no se esfuerce por elevar el nivel de la misión educadora. Yo no tuve de escuela una cárcel; yo no tuve de maestro un dómine; yo no pensaba en la hora de salir de la escuela, sino de entrar en ella.
¡Pobre don Nicolás Caballero! Jugábamos con él. Se enfurruñaba con nosotros para besarnos a continuación. Y nos hablaba de un pueblo –Venecia- que estaba sobre las aguas:
- ¿No es bola, don Nicolás?
Y de un monte, el Vesubio, que echaba humo.
- ¡Mira que cosas, hombre!
Y de la Virgen
- ¡Que guapa, chacho!
Y aquellas narraciones, henchidas de poesía, del buen anciano, florecieron en nuestra niñez y ellas darán, más tarde o más temprano, su fruto sazonado en nuestros corazones.
(1) No he querido retocar adrede este capítulo, escrito pocos años después de haber salido de la Universidad
¡Cómo se vivía y cuánto han cambiado las cosas!...o ...¿no?; me quedo rumiando el comentario: "No comprendo que se deprima la labor del maestro,que las gentes le burlen, que los padres no le hagan caso, que la sociedad no se esfuerce por elevar el nivel de la misión educadora".
ResponderEliminarEs muy revelador conocer "cosas" del pasado. De verdad que leyendo estas revistas parece que entro en otro mundo, y, sim embargo, lo pienso y en "lo esencial" la sociedad no ha cambiado tanto.
Muchas gracias, pecosa, por tus visitas y por las aportaciones que con tus opiniones, siempre enriquecedoras, vienes realizando.
ResponderEliminarEn cuanto a tu comentario sobre la consideración que del “magisterio” y de la “educación” se tenia en épocas pasadas, te amplio las ofrecidas por Sánchez Rojas con los que se desprenden de la conversación mantenida por Luis Bello, (también albense, aunque prácticamente sin relación alguna con Alba) con un labrador castellano y publicada en el diario madrileño El Sol en el año 1926 en uno de los artículos cuya compilación daría lugar a su obra “Viaje por las escuelas de España” de la que algún momento nos ocuparemos desde esta página.
«…
—¿Cómo andan ustedes de escuelas?— le pregunto.
—De escuelas, demasiado bien. Ahora, de maestros... ¡Para lo que se merecen! Siempre están quejándose del aire, de la luz, del material, de la casa... ¡Disculpas embusteras! Lo que no quieren es trabajar. El maestro es el enemigo pagado, créame usted. Lo mismo que el médico. Allí en Madrid nos mandan lo que quieren: el desecho, y nosotros nos lo tenemos que tragar. Si a mi me hicieran caso en el pueblo, todo esto se acababa de una vez. Yo les llamaría a capítulo: “o se enmiendan ustedes, o aquí va a haber una gorda.” Y le juro a usted que o cumplían con su obligación, o les hacia pedazos.
—Pero, ¿el maestro es malo?
—¿Qué se yo? Se pasa la vida leyendo, esperando el correo, comprando periódicos. Los pueblos deberían tener el maestro que ellos quisieran y bien sujetito para bajarle los humos. Si oye usté hablar de esas historias de locales y estrecheces, no haga usté caso. Cuando yo iba a la escuela —y aquí está esta señora que lo sabe— éramos más de ciento cincuenta chicos, y cabíamos en ese mismo local. Pero aquel maestro era muy bueno.
—¡Un santo!— dice la señora.
—Y cobraba mucho menos. Una miseria. Lo que le queríamos dar. Ahora tienen lo que muchos labradores con dos pares de mulas. ¡Un simple maestro! ¡Y todavía se queja! Y la mitad de los chicos andan por la calle porque no los quiere admitir. ¡Como si a nosotros no nos hubieran enseñado sin tantas andróminas!»