Los utilizábamos como moneda de cambio en nuestras ingenuas apuestas de infancia y nos esforzábamos en aguzar nuestro ingenio y ejercitar nuestras mejores habilidades para ganar al chite o a los santos y aumentar así nuestra colección.
No eran más que recortes de cajas de cerillas, aunque para nosotros representaban un pequeño tesoro, y algunos llegaban a adquirir un valor excepcional por su colorido, por su dibujo, o en algunos casos porque así lo determinaba su propietario (A ver quien se atrevía a llevarle la contraria).
Hoy presentamos uno de ellos: un santo por cuya posesión habríamos sido envidiados y que constituiría, sin duda, nuestra pieza más valiosa. Se trata, como vemos, de una caja de cerillas que ilustra su cubierta con un grabado del castillo de Alba de Tormes cuya historia, resumida, se explica en su reverso –error semántico incluido– con el siguiente texto:
«La primitiva fortaleza, una torre atalaya, se levanta a principios del siglo XIII por Fernando II de Castilla. Sancho IV el Bravo la convierte en castillo, que desbastan los comuneros. Sobre sus ruinas reedifica señorial palacio el primer duque de Alba, que destruye en 1809 el ejército del Mariscal Kellermann, durante la guerra de la Independencia.»
Imágenes cedidas por Miguel Manuel Martín |
Para la gente joven que no ha llegado a conocer estos divertimentos, o para quienes ya empezamos a olvidarlos -a mí me ha tenido que refrescar la memoria mi entrañable amigo Sera-, el chite era una pieza, más alta que ancha, de madera, piedra o cualquier otro material, que se colocaba en posición vertical en el centro de un circulo trazado en el suelo. El juego consistía en tratar de derribarlo lanzando contra él, desde una distancia a determinar (la raya), el objeto que en cada caso se estipulase (piedra, chapa…) ganando, quien lo consiguiese, los santos que hubieran caído fuera del circulo y que, como objeto de la apuesta, previamente se habrían colocado en su parte superior.
En el juego de los santos, menos habilidoso y más sujeto a las leyes del azar, había que lanzar el mazo de santos –constituido por las aportaciones de cada uno de los participantes– contra una pared, una puerta, un árbol…, ganando, el lanzador, aquellos que cayesen de cara, esto es, con su ilustración hacia arriba.
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