CHRISTOPHER WHITE EN ALBA DE TORMES
Por Manuel Cojo
Cuando visito las librerías para “echar un vistazo”, que no para comprar, inevitablemente termino en la sección de libros de viajes, aventuras y demás zarandajas. Me atraen extraordinariamente las portadas, los títulos, los nombres extraños y difíciles que suelen ser desconocidos para mí, de países, lagos, montañas, mares etc. De entre estos rimeros de libros, que dudo de que alguien los compre, extraje un título: “Memorias de un americano curioso”. A la curiosidad del americano respondió la mía y acudí al índice con una sonrisa entre irónica y despectiva creyendo averiguar lo que podía resultar curioso para un americano: minucias de niño ingenuo. Pero está visto que los tópicos de vez en cuando dejan de serlo. Uno de los apartados decía “Alba de Tormes: entre la realidad y la ensoñación”. Esto, ni podía ser una minucia, ni una ingenuidad. Si se trataba de Alba, todo lo que se dijese era de una importancia extrema. Eso estaba claro. Tuve que leer dos veces el título para convencerme de que no me equivocaba. Efectivamente hablaba de mi pueblo y el autor, Christopher White contaba sus experiencias por distintos lugares del mundo. Ni que decir tiene que adquirí el libro y que mi ansiedad por conocer lo que ese Christopher podía contar de Alba me hizo correr precipitadamente hasta casa y leerlo ávidamente. Mis reticencias sobre los libros de memorias, aventuras y viajes han acabado. Me arrepiento de mi desdén hacia ellos y juro que de vez en cuando compraré alguno como desagravio a tanta ofensa prolongada durante años. Para mis paisanos de Alba copio textualmente lo que Christopher White escribe de su experiencia en esta tierra.
ALBA DE TORMES: ENTRE LA REALIDAD Y LA ENSOÑACIÓN.
Aunque han pasado muchos años y mi avidez por conocer países, razas y distintas formas de vida me ha hecho recorrer medio mundo, no podré olvidar mi estancia en España y los días vividos en un pueblo de la provincia de Salamanca: Alba de Tormes.
La España franquista, a caballo entre la década de los cincuenta y sesenta, había llamado mi atención a partir de la lectura de las novelas de Ernest Hemingway. Es cierto que los norteamericanos teníamos un conocimiento de España casi exclusivamente a través de este escritor y que se reducía en la mayoría de los casos a una España donde la gente se dedicaba a aniquilarse en una guerra fratricida y que se divertía con una costumbre cruel consistente en matar toros bravos en una especie de circo romano, después de haberse arriesgado a correr delante de ellos por las calles de pueblos y ciudades.
Mi interés por la lengua y la cultura españolas fue aumentando a medida que mis estudios sobre la literatura hispana me dieron a conocer a Cervantes, Lope de Vega y sobre todo a Quevedo. Cuando terminé mis estudios en la Ohio State University, mi obsesión de viajar a Europa (sueño de todo americano) se hizo realidad. Había conseguido una beca para proseguir estudios de perfeccionamiento de la lengua española en la prestigiosa universidad de Salamanca.
En la España de los años sesenta, pese a que comenzaban a atisbarse movimientos de recuperación económica y cultural, el pueblo seguía postrado y miraba con asombro a los pocos turistas que se atrevían a acercarse hasta aquí. Era un país triste, atrasado y con escasas esperanzas de cambio.
Durante mi estancia en la universidad, el contacto con profesores como Lázaro Carreter, César Real, Antonio Tovar, Luis de Michelena y otros ejercieron en mí una influencia enorme por todo lo español. Yo estaba deslumbrado. Cada día me sentía más fascinado por aquellas gentes que tenían un pasado glorioso y un presente desolador.
Mi interés por conocer más de cerca el tipo de vida de estas gentes, fue el que me hizo elegir una localidad distinta a la ciudad de Salamanca para convivir con ellos. Como no quería alejarme demasiado de la universidad, pero tampoco enterrarme en una aldehuela, me pareció que Alba de Tormes, muy próxima a la ciudad universitaria, podía ser buen lugar para adentrarme en el conocimiento de costumbres y usos populares de las gentes de España.
La primera vez que visité Alba de Tormes supuso para mí una cura de humildad. Yo creía que mis estudios de español en la universidad de Ohio y mis lecturas de autores clásicos me habían proporcionado un conocimiento suficiente de la lengua de Cervantes. El contacto directo con las gentes de Alba me descubrió otra realidad mucho más hermosa pero que tardé en descifrar. Me acerqué hasta Alba para buscar un lugar donde hospedarme y por primera vez oí hablar a los lugareños. Alguien me dijo alguna vez que por estas tierras se hablaba cantando. Efectivamente la entonación tan peculiar de estas gentes fue un auténtico descubrimiento. Pero más llamativo resultó ser el léxico utilizado que más tarde iré recordando.
Cuando bajé del coche de línea y pregunté por una pensión, alguien me dijo que fuera “en ca el pidio”. Yo, que me creía un gran conocedor de la lengua, no entendí nada y eché mano de mis conocimientos lingüísticos: “En”, preposición; “Ca”, igual a “quiá”, interjección; “el”, artículo o pronombre; “pidio”, con tilde “pidió”, del verbo pedir; sin tilde, palabra desconocida. No encontraba la forma de dar sentido al mensaje. Allí me quedé papando moscas, frente al Café bar “El Teresiano” en el que entraban y salían parroquianos con la boina calada hasta los ojos y las pellizas descoloridas sobre los trajes de pana. “En ca el pidio”, seguía mascullando para descifrar el enigma. Pasó un chavalín conduciendo un aro de metal y me dirigí a él:
- ¿En ca el pidio?
- Eso está en el “bulevar”
- ¡Boulevard! ¿Un boulevard por estos pagos? ¡Qué extraño! ¿Me puedes indicar por dónde se va?
- Sí, señor. Yo voy ahora “parriba”. Venga conmigo.
Emprendimos el camino subiendo por una calle que se abría por un arco.
- Chico, ¿Cómo te llamas?
- Me llamo Juli, pero “to” el mundo me llama “Pendanga”.
El Boulevard no era sino una calle algo más ancha que las otras y flanqueada por árboles, creo recordar que acacias. No estaba mal el nombre.
- ¿Y qué significa “Pendanga”?
- ¡Y yo qué sé! Aquí todo el mundo tiene mote. Mire, esos que van ahí son “el Guiña” y “el Sapaña”
“En ca el pidio” era un chalecito, que aparte de albergar a la familia que lo regentaba, se utilizaba como fonda. El lugar me pareció excelente para acomodarme a pasar una temporada. Resultaba exótico encontrar en este lugar de Castilla un rinconcito tan alejado de los tópicos de las descripciones de los autores noventayochistas. Me recordaba el ambiente de algún balneario que yo había visitado o la tan diferente mansión de los colonos sureños de mi país.
Nada más acomodarme saqué ansioso mi diccionario de lengua española: “Pendanga”: “Sota de oros en un determinado juego de cartas”. “Guiña”: ¿De guiñar, cerrar un ojo alternativamente? ¿Hipocorístico de “guiñapo”, persona andrajosa? “Sapaña, Sapaña”. ¡Imposible adivinarlo!
A medida que me iba familiarizando con la gente, iba descubriendo otra universidad que yo desconocía. La sabiduría del pueblo, en forma de ironía, gracejo, humor, cuando no de la maledicencia, había ido creando un metalenguaje muy distante del que estudiamos los extranjeros. El capítulo de los apodos me resultaba especialmente apasionante. ¿Por qué a alguien se le puede llamar “Peñitos”, “Tabares”, “Gilota”, “Cañalejas”, “Rodil”, “Regalaíche”, “Cantín”, “Chapuza”, “Porrillas” “Gurruñaña? ¡Qué alejado, pero qué hermoso quedaba todo esto de mi tierra y de las costumbres en las que me crié, allá en la ciudad de Columbus, estado de Ohio!
Entre los abundantes apodos que poco a poco fui descubriendo, hubo algunos que para un extranjero resultan emocionantes por esa corriente de simpatía que se creó a favor de los republicanos españoles perdedores de la guerra civil. Había una señora que vendía “entremozos” (tuve que descubrir que se trataba de altramuces), a la que la llamaban “La Roja”. Otra que, curiosamente vendía también golosinas para los niños (chufas, pipas [semillas de girasol y de melón], regaliz, caramelos, etc.), quizás por su baja estatura era conocida como “La Rojina”. Pero sólo las personas mayores relacionaban estos apodos con sus pasadas tendencias políticas. También conocí a un “Carlista” y a un “Requeté”, aunque ignoro qué grado de militancia política tuvieron.
El capítulo de apodos referidos a animales era muy variado. No pasaba día que no descubriera uno nuevo, así que al tiempo que aprendía el apodo descubría la existencia de nuevas especies. Recuerdo que hablando con la gente se referían a “El gato”, “La liebre”, “Los pajarines”, “El ratón”, “El Piojo”, “La perdiz”, “El pardal” (gorrión para el que no sea de por aquí), “El culebra”(así, en masculino), “El gavilucho”. Yo, cuando conocía a alguna de estas personas, trataba de descubrir el motivo de su apodo a través de su fisonomía, de sus actitudes o formas de hablar o actuar. La tarea resultaba infructuosa, pero la experiencia enriquecedora para mis progresos en el estudio de todo lo español.
Recuerdo con un poco de vergüenza pero también con simpática alegría, que en una ocasión, unos jóvenes que editaban una revista local, me hicieron una entrevista para recabar mi opinión sobre las gentes de Alba. Yo, ingenuamente y con absoluta normalidad, me referí a la gente que había conocido y los nombraba por su nombre y “apellido”. Así hablé de Eladio Porrillas, Felix Cañalejas, Luis Mandiles, Pepe Ramonita, Manolo Jeromito, Fidel Foria. No terminaba de comprender que el apodo se uniese al nombre tan indisolublemente. Si fuese Luis “El Mandiles”, todo hubiese estado más claro y yo no hubiese pasado aquel sofoco.
Pero si los usos lingüísticos resultaban atractivos para el visitante extranjero, había otras cuestiones que me sobrecogieron y alejaron de mí el concepto de la España como país típico y amigo de la fiesta, el flamenco y la alegría que con frecuencia se vendía en el exterior. No puedo olvidar a las mujeres, vestidas de negro, bajando a lavar al río enormes “latones” de ropa sustentados sobre sus cabezas. Me sentía incómodo al ver cómo en invierno, soportando la dureza del clima castellano, a veces tenían que romper el hielo del río para poder lavar. Aprendí otra palabra nueva: “lavandera”, persona encargada de lavar la ropa. La exaltación mítica de Castilla por parte de algunos autores españoles me sonaba ahora a ironía y cinismo.
Aunque en muchas casas había agua corriente, el suministro era irregular y desde luego el agua no era potable, así que la población se surtía de las fuentes, que a veces no eran tales, sino pozos de los que extraía el agua un borrico enganchado a una noria. Yo fui visitando todas estas fuentes y la estampa de la joven con el cántaro a la cadera tenía el sabor de la España de las pinturas velazqueñas. No era mal sitio la fuente para encontrarse con el amigo. Yo, inevitablemente, idealizaba la imagen a través de la poesía Renacentista aprendida en los libros de literatura. El “locus amoenus”, no resultaba difícil de imaginar, pues junto al agua estallaba el verde en contraste con los secarrales de al lado. Así, “El Cornezuelo”, “La Fontanilla”, “La Huerta del Rey”, “La Huerta de la Pacha”, quedaron unidas en mi experiencia personal a la poesía pastoril. Existía además la figura de “El aguador”, es decir el vendedor de agua. Otra estampa sacada de los libros y que me retrotraía a la España del XVII.
Desde pequeño, mis padres me educaron en la práctica de la religión cristiana protestante, aunque si he de decir la verdad, fui abandonando las visitas a la iglesia al tiempo que los pantalones se me quedaban cortos y me turbaba a la vista de las muchachas. Cuando llegué a Alba, mi alejamiento de la religión era total y quizás por esto, me sorprendieron sobre manera las prácticas religiosas de estas gentes. Me pareció una religión triste. En las iglesias había imágenes de santos en cuyos rostros predominaban sobre todo gestos de dolor. Había una exaltación del sufrimiento, no bien comprendida por mí, y cuya máxima expresión era la del Cristo crucificado. Los oficiantes de los actos religiosos, rodeados de cirios y monaguillos y de espaldas a los asistentes, recitaban oraciones y salmos en una lengua que la gente no entendía. La participación se reducía tan sólo a su presencia en la liturgia. Recuerdo como algo especialmente tétrico, el día que entré en la iglesia de S. Pedro a las ocho de la tarde. Venía de pasear por la orilla del río y mi curiosidad me hizo entrar en el templo. Al principio dudé de que hubiese alguien; estaba todo el recinto en penumbra y la débil luz de una bombilla creaba sombras en la sombra. Unas viejecitas vestidas de negro y con un pañuelo cubriendo su cabeza, bisbiseaban monótona y aburridamente un “ora pro nobis” rítmico que me hizo dudar de la realidad de la escena. Por un momento, las pinturas negras de Goya desfilaron por mi imaginación libresca.
Pero aquí, especialmente en Alba, la religión está unida a los Santos; más, a la “Santa”. La Santa por excelencia es Santa Teresa y el grado máximo de fervor se produce los días que “meten” y “sacan” a la imagen de la Santa del convento que llaman de “Las Madres” (para no albenses, las madres Carmelitas). Las gentes se reúnen en la plaza para vitorear y aplaudir al tiempo que se emocionan y lloran. Saben que solamente, durante unos días al año, pueden tener la imagen con ellos. Para mí, resultaba sorprendente esta manifestación de culto a una imagen, en personas que yo conocía y que no practicaban la religión católica. En más de una ocasión oí a un paisano utilizar una maldición contra Dios para ensalzar a la Santa. ¡Qué curiosas paradojas!
Como mi intención estribaba en conocer al máximo todo lo relacionado con sus costumbres y formas de vida, solía mezclarme entre la gente hasta el extremo de resultar a veces impertinente. Los chavales se extrañaban de que me interesase por sus cosas; a mí me sorprendía y emocionaba su mundo. En un país con escasos recursos económicos y un bajo nivel de vida, la fantasía de los muchachos saltaba por encima de sus carencias e inventaba juegos cuya práctica la mayoría de las veces no necesitaba más que su imaginación. Los juguetes procedían de la factoría del reciclaje más elemental. Así, se jugaba al envite de “los santos” (material extraído de las cajas de cerillas), al “hinque”, practicado generalmente con limas; las pinzas de colgar la ropa, les servían para fabricar modernas pistolas y los cartuchos vacíos de los cazadores eran blanco y codiciado premio de otro juego, cuyo nombre no recuerdo. Los “platillos”, tapones de bebidas, eran cuidadosamente aprovechados para deslizarse sobre carreteras imaginarias trazadas sobre el cemento o la tierra y cuyos competidores rivalizaban con los nombres de los ciclistas famosos de la época. Chavales que no habían salido de Alba, recorrían los puertos y las montañas más conocidas con espíritu alegre y animoso. Aquello me emocionaba.
Las canicas, en Alba siempre fueron “bolas” y las había humildes, de barro, fabricadas por los alfareros o por los propios chicos y las de alta fantasía: de piedra y de cristal. Unas y otras hacían arrastrarse a los chicos por el suelo hasta que conseguían meterlas en el “gua”.
Los juegos de las chicas rivalizaban en el reciclado con el de sus compañeros. En una ocasión me acerqué a un corro de muchachas sentadas en el suelo que lanzaban unas vistosas fichas de colores, de seis caras irregulares y talladas primorosamente. Ante mi cara de admiración y desconcierto al ver aquellos “dados” tan sofisticados una chica trató de desengañarme:
- Son tabas
- ¿Y qué son tabas?
- Pues huesos, ¿Qué van a ser?
- ¡Huesos! ¿Huesos de qué?
- Pues de cordero.
Ellas pasaban largos ratos jugando a empujar una piedra apoyándose sobre un pie y avanzando cuadrados dibujados en el suelo. Era un juego mezcla de agilidad y habilidad que he encontrado en otros países y que no requiere sino entusiasmo por parte de las practicantes. La comba (cualquier cuerda era buena) también llenaba sus ocios y saltaban al compás de canciones que se transmitían de madres a hijas.
No estaba yo acostumbrado a ver cuadrillas de chicos que se juntaban en las calles o plazas (pandillas decían ellos) y organizaban sus juegos y diversiones en competencia con otros grupos. Estas rivalidades les llevaban a veces a las manos, cuando no a las piedras, en batallas que se olvidaban al día siguiente. La sociedad creada por el franquismo quedaba muy bien reflejada a través de estos chicos. Sus actividades se repartían entre la Acción Católica y La Falange. La Iglesia Católica y el régimen autoritario salido de la guerra civil aleccionaban convenientemente a estos muchachos de cara a un futuro que se pensaba inalterable. Andaba por aquellos días un sacerdote animoso y entusiasta, D. Valeriano, que arrastraba tras él una chavalería totalmente entregada a su causa. Tenían su sede en un local destartalado, calentado con una estufa de leña en invierno y allí entretenían sus ocios los chicos con juegos de mesa y alguna conferencia del cura. Como rival en el proselitismo, Jesús Acevedo organizaba actos que eran del gusto de los chicos por lo que tenían de deporte y aventura. Los locales y patios de las antiguas escuelas servían de lugar de encuentro de otros muchachos que a veces desfilaban, cantaban himnos patrióticos, y en ocasiones se vestían con la camisa azul y el emblema del yugo y las flechas. El correlato femenino eran “Las hijas de María” y “La Sección Femenina”. Todo muy ordenadito y sin mezclarse.
Antes de finalizar esta memoria de mi estancia en Alba de Tormes, quiero agradecer a los albenses las enseñanzas que ellos, sin saberlo a veces, me han proporcionado. Allí aprendí que el arte de poner apodos tiene tanto de gracia como de psicología, que el nombre de las calles no tiene por qué ser lo que dicte el Ayuntamiento (C/ Clavijo, Cuesta de Cipria), que en “El Espolón” haya árboles que “Chanela” dice que son del “amor” porque echan la flor antes que la hoja, que la imaginación de los niños sea capaz de crear un mundo de fantasía extraído de la nada. Aprendí que la literatura confunde la historia y la historia crea la literatura; que la pintura deforma la realidad; que la España de los libros es más ideal que real y menos agradable que gratificante. Que los lectores imaginamos mundos que el escritor solamente insinúa. También aprendí que la pobreza y la humildad pueden tener un alto grado de dignidad. Aprendí, en fin como tantos otros, que los álamos del Paseo de la Estación imprimen un carácter que no se puede borrar y que yo también, americano aunque humano, sucumbí ante los ojos negros de una muchacha nacida a la sombra del Castillo y crecida a la ribera del Tormes.
(Publicado en el libro programa de fiestas de octubre de 2000)
EXCELENTE,si señor. Que magnifica manera de describir la época y a sus gentes.
ResponderEliminarBonito.Felicidades