viernes, 25 de marzo de 2016

El Viernes Santo en Huesca

José Sánchez Rojas

Esta querida y noble ciudad aragonesa me ha traído en el día de hoy, con sus soldaditos romanos, con sus apóstoles y evangelistas, con sus «milites» del astral y de la lanza, con sus sibilas, el lejano, pero siempre vivo y perenne, recuerdo de mi niñez. Me he sentido niño en Huesca en este Viernes Santo... He corrido detrás de los soldados desde la catedral al Coso; he adorado el Santo Entierro en Santo Domingo, presenciando el relevo de la guardia; he contemplado, con ojos de crío, a estos concejales con banda -un poco encogidos-, a este alcalde llevando el negro pendón un poco solemne, a este gobernador, correcto, y, sobre todo, he oído una música peregrina. Un redoble sonaba sordamente; una flauta y un clarinete melodiaban una música siempre igual y siempre distinta, monótona, evocadora, vagamente sugestiva, que se metía en el corazón...
¿Dónde he oído yo esta música tan de esta tierra, tan oscense, tan evocadora y aniñada? Algunos baturros de pro y de años advertí que la escuchaban con los ojos llenos de lágrimas. ¿Era de un domador domesticando serpientes y culebras en la India lejana? ¿Ritmo de bayaderas gaditanas, de danzarinas sagradas que bailan, al son del arpa de David, junto al Santuario? ¿Compases guerreros de la vieja Osca? ¿Repique de redobles al asentar una vieja libertad aragonesa, entre ballesteros y arcabuceros oscenses? ¿Por qué sonaba tan bien y se pegaba tan mansa, tan quietamente, al corazón despierto?
Para conocer las cosas, para arañar sus secretos, hay un expediente muy sencillo: amarlas. Nadie sabe si el conocimiento viene antes del amor o el amor antes del conocimiento. Allá Berin, Croce y los psicólogos contemporáneos con sus vacilaciones, dudas y titubeos. Para mí es evidente que ambos fenómenos de posesión, el cordial y el intelectivo, se dan simultáneamente en nuestro espíritu. En cuanto conocemos una cosa, una persona, la amamos porque la conocemos. En cuanto conocemos alguien, algo, verdaderamente, le amamos porque le conocemos. ¡Qué dulcemente, amigos míos, ha brezado la canción que lleva dentro este redoble apagado del tambor, esta música lenta y monótona de una flauta y de un clarinete, de la procesión del Santo Entierro de esta noble y «maja» ciudad de Huesca!
Yo también llevo dentro de mí la imagen de «otro» Viernes Santo. En un pueblecito prócer de Castilla. Mi pueblo es un castillo, unas torres y unas casucas de pizarra cobijadas a la sombra de las torres y del castillo. Un río -el Tormes- lame sus muros, pizarrosos y pardos, cantando una vieja y apacible canción. El Viernes Santo de mi pueblo, de Alba de Tormes, es tan recogido y tan discreto como el de Huesca. Acuden los charritos, desde la aldea, cogidos de la mano, a la procesión del Santo Entierro, que sale de la iglesia ducal de San Pedro, junto a la vega que cantara Garcilaso. La ruta de la procesión de mi pueblo es la misma que llevó, más de una vez Teresa de Jesús, en sus ajetreos y viajes, fundando palomares místicos en aquellas llanuras adoradas.  Visten las señoras traje negro de seda cruda; crujen sus faldas y cruje la cera de los velones. Las muchachas se tocan con mantilla. El alcalde lleva un junquillo roto en forma de corona de espinas, recordando la muerte del Justo...
De noche -¡hace ya muchos años, muchos!- iba yo cogido de la mano por mi madre a oír el sermón de la Soledad en la iglesia de Santa Teresa. Es bellísima la Soledad de mi pueblo; muy «majica» y muy madre. La talló en cartón-piedra un artista anónimo, italiano, del Renacimiento; el gran duque de Alba, Don Fernando Álvarez de Toledo, el verdugo de italianos y de flamencos, la trajo a su casa solariega; un remoto abuelo mío, el marqués de Pozas, la nombró madre adoptiva suya, cuando se quedó huérfano.
Aquella Soledad es madre dos veces. Madre de Dios, porque en su rostro de niña, en la pureza inalterable de sus facciones, en sus ojos negros, se adivina que presiente la resurrección futura del Hijo que ha sabido morir por los que ni a vivir saben. Y madre del hombre, aunque lleva su dolor sin consuelo.
Cuando me he recogido esta noche, he dicho mi plegaria a la Soledad de mi pueblo, tan lejana, pero tan presente en mi corazón: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, los españoles, ahora... » ¡Sobre todo, ahora, Señora, ruega por esta España nuestra, que no sabe recordar, y que, por eso, acaso no sabe esperar tampoco!

1 comentario:

  1. Buenos días. Gerardo Nieto:

    Cuando leí este texto se me ocurrió preparar una entrada en mi Blog.
    Cuánta razón José Sánchez Rojas: “En cuanto conocemos una cosa, una persona, la amamos porque la conocemos”. Y la oración final, tan actual, después de noventa años:
    “¡Sobre todo, ahora, Señora, ruega por esta España nuestra, que no sabe recordar, y que, por eso, acaso no sabe esperar tampoco!”

    Saludos.

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