lunes, 22 de enero de 2018

Puerta del Rio



LA PERDIZ OBSERVA ALBA
Nicolás Miñambres

Desde las faldas del Castillo, en su bajada se yergue, sólido, erecto, solemne, el Torreón (pétreo tesoro en pizarra de Alba) desde el origen medieval de la Villa. A sus pies, la corriente del Tormes, rodea entre mimbreras y peces a la villa que cantara Garcilaso, con ese puente, testigo poético del escritor.  

Sobre la cal árabe del muro, rematado en abigarrada confusión de cachivaches en el suelo, se yergue desafiante el cartel hostelero de “La Perdiz”, escenario de todo tipo de delicias gastronómicas de la tierra. En el rótulo permanece su fulgor, profanado tal vez por la marca comercial, tan americana entonces. Tres vehículos y una moto, cromatizados con los colores del momento, dejan constancia mecánica del turismo rodado. Ese turismo que cruzaba por la curva actual, en forma de herradura. El extenso hastial de La Perdiz se cierra con un grupo de árboles, tan raros entonces. Al fondo, un hombre entra en la villa, camino de la Plaza del Grano y de la iglesia de San Juan.

Se nos muestra el triple Alba del ayer: el Alba histórico, el Alba de comienzos de siglo y el Alba trabajador y proletario. Sirva de ejemplo la fachada de Cipriano, Teresina y la Fermi, recuerdo viejo del Amatos, ahora tan lejano. 

Detrás de la Basílica la torre antigua de las monjas de Santa Teresa pugna por enseñar su color de teja. El clasicismo sobre la modernidad teresiana del arquitecto Repullés.

Y, al fondo, un cielo azul brillante sirve de escenario. Es el mismo cielo de todos los tiempos, el cielo del Norte, el que marca los perfiles con verdad desenfadada y manifiesta. 

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