lunes, 29 de octubre de 2018

El castillo y sus aledaños



JOROBA Y EL CASTILLO DE LOS DUQUES
José Luis Miñambres

     ¡Qué grande era Joroba para los niños y las bicicletas… ¡Sobre todo, para los niños! Y, en particular para los niños de Terradillos, de Navales, de Palomares, de Amatos… Casi nadie sabe que rodábamos con nuestras bicicletas por carreteras, ásperas, sinuosas, con cuestas y repechos imposibles para nuestra estructura física, tan infantil.

     A casa de Joroba llegábamos cansados, extenuados, ansiosos suplicando el milagro de las manos de Joroba y del Rubio. Íbamos con timidez, acobardados con la bici pinchada o… algo más. Nos sentíamos culpables cuando, casi siempre, la bici se averiaba por causas imposibles. Los de Amatos entrábamos por las casas de los Cacharreros, el Cuartel, el Paseo de las Casa Baratas. El Castillo de los Duques (en la foto ajustado por una anacrónica coraza de madera que profanaba su imagen y sus piedras nobiliarias dándole un aire cubista feo) se alzaba desafiante para el mundo de nuestras ilusiones y de nuestros sueños. Nada sabíamos de él, de su historia noble y centenaria. Llegábamos arrastrando la bici, pensando en la cara que nos podía poner Joroba, aunque, al final, siempre era la misma: movía la bici, sus muletas, se movía trabajosamente él y… ocurría el milagro: la bici quedaba como nueva, para volver por la carretera de Amatos. Pero entonces, a pesar de los rollos, del polvo y de la subida, (mirando “Los Coladeros”, pulmón albense de los cacharreros de Alba) se subían mejor las cuestas. Dejábamos atrás la bella y centenaria mole del castillo y, a sus pies, hacia la luz de oriente y mediodía, el misterioso tallercito de Joroba.

     Sé que el taller no existe ya. Y no sé si el destino ha sido generoso con El Rubio. Si vive, me gustaría agradecerle sus favores, la narración de sus carreras, sus marchas en bici hasta Guijelo, donde –contaba él en las breves tertulias– se tomaban una botella de vino entre los amigos. O tempora, o mores

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