Adiós a Sánchez Rojas
No corre prisa escribir sobre Sánchez-Rojas. Su vida, ese montón de anécdotas que formaron su existencia de insaciable y caprichoso vagamundo, no tenía importancia ni siquiera para él, que desde que salió de las aulas universitarias, en su vuelo de altura hacia las claridades y finuras de la gentil Italia, se la fue echando, como si fuese carne ajena, a todas las tentaciones que le salieron al camino. Por eso no es este uno de esos casos de necrología de urgencia, en los que hay que salir a escape a posarse en los restos fríos de unos cuantos recuerdos –bondades, virtudes, éxitos brillantes y efímeros– antes de que todo eso se aleje y se borre de la memoria de los vivos que ya se vuelven hablando de otras cosas cuando todavía no ha caído la tierra sobre el difunto. No hay prisa, no. El Sánchez Rojas que nos importa, está naciendo; sale a la vida, a la verdadera vida, como un chiquillo que era, en el fondo, aprendiendo a andar los primeros pasos de su fama de la mano del año nuevo.
Su vida, ¿qué era eso? Niño y loco, con ese desequilibrio nervioso o mental –allá los médicos– que es el triste y glorioso sello de los hombres geniales, se ha muerto de hombre maduro, sin saber por dónde se iba a ninguna parte, tropezando, cayendo, levantándose, con sus ojos glaucos, desorbitados, por donde se le metían tan adentro, tan adentro, hasta lo más blando del alma, las sensaciones de los paisajes castellanos. Le he llamado genial, y ya te sonríes, lector, porque te parece excesivo. Pero ya veréis como no; ya veréis cuando venga el mozo salmantino que está para salir de la Universidad famosa, y recoja con cariño esos millares de artículos de Sánchez-Rojas y los seleccione y estudie, con fervor y sabiduría de crítico apasionado, frotando bien aquellas pedrerías; ya veréis como entonces nos decimos todos, con vanidad provincial, como sorprendidos del descubrimiento: “¡Qué maravilla de prosa la que escribía aquella pluma!”
Todavía es temprano para decirlo. Se podría decir si tuviéramos la idea de que dentro de cuatro días, o de cuatro meses, o de cuatro años, ya nadie se acordaba de aquellas prosas, tan parecidas, en el eco sentimental que despiertan por su armonía interior, por su delicadeza y ternura, a los más deliciosos versos. Pero todo se andará, y, o mucho me engaño, o en esa fuente clara refrescarán su corazón nuestros nietos. Aquel recorrido de peregrino curioso, cargado de tradición, saturado de historia, con la cabeza llena de fantasías y de lecturas clásicas, por los Santos lugares de Castilla –Madrigal, Tordesillas, Villalar, Torrelobatón– cuyas impresiones iba escribiendo en las posadas, como Saavedra Fajardo sus “Empresas”, entre mozas, arrieros, hidalguillos y bachilleres, nadie las ha paladeado aún porque vivieron lo que la verdura de las eras, en algún lejano periódico… Y esas crónicas, como las dos últimas de “Nuevo Mundo”, las que, no sé por qué, recorté para mi carpeta de trozos selectos; y aquel libro ¬ –¿dónde andarán sus cuartillas?– inspirado en confesiones y reflejos de su propia vida, que nos leyó una mañana, de una sentada, sin darse cuenta de que las personas sensatas y afanosas tienen sus horas de sentarse a comer; y algunos capítulos de “Las mujeres de Cervantes”, y el ingenuo y gracioso “Manual de la perfecta novia”, ya veréis, repito, como florecen de nuevo, y ya para siempre, en el mejor macizo de nuestra literatura salmantina.
Dejémosle ahora, arropado en la tierra bendita de aquella Villa Teresiana, que él amó sobre todas las cosas y cantó como nadie lo hiciera desde aquellas estrofas de Garcilaso. Dejémosle en descanso, el primero y último en su desatinada vida de caminante, sintiendo la proximidad del Castillo, del breve pinar ribereño, del claro Tormes, que “murmura lento la canción de la quietud”. Pensando en cómo vivió y como murió nos retoña en la memoria –mientras nos alejamos de su cadáver– el noble verso de Antonio Machado:
Y cuando llegue el día del último viaje
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar…
F. Iscar-Peyra
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