Conmemoramos hoy el 450 aniversario de la fundación teresiana en Alba atendiendo la sugerencia con la que Manuel Diego finalizaba su conferencia “Una tarea secular. La del monasterio de las Carmelitas Descalzas de Alba de Tormes (1571- 2021)” impartida –por razones sanitarias– a través del canal de YouTube del ayuntamiento albense (para ver hacer clic aquí) en la que formula la oportunidad de este aniversario para recordar una de las obras del escritor y periodista José Sánchez Rojas ambientada dentro de los muros de este monasterio.
Se trata de “Sor Rosa de Santa Teresa”, una novela corta publicada por El Imparcial el 11 de mayo de 1924, cuyo contenido –ya difundido desde estas páginas en fechas 28-01-2009 y 06-04-2020– volvemos a rememorar considerando pertinente la propuesta de Manuel Diego, quien asegura que “este breve texto tiene el valor de ser una evocación perfecta de la vida conventual en el Carmelo albense, donde todo cuadra perfectamente con los muros y estancias de este monasterio; hasta el nombre de esa monja, la madre Prisca (Prisca García García, 1839-1908), que era natural de Alba y fue priora del mismo por dos veces (1887-1890, 1896-1899). Y es que Sánchez Rojas, abogado, discípulo de Unamuno, maestro de periodismo en España, había sido también monaguillo en esta iglesia y lugar, por lo que usos, tradiciones y costumbres, rincones del viejo convento, y todo lo relativo a santa Teresa, se lo conocía al dedillo al haber sido asimilado desde la curiosidad infantil. Ahora (1924), casi al final de su vida, lleno de nostalgia mira hacia atrás y vuelve la vista a la villa y al convento donde transcurrieron aquellos años de su niñez. Y además lo hace sin la habitual ironía, que se manifiesta particularmente hiriente cuando escribe acerca de su pueblo. Sánchez Rojas, además no era un desconocido para las monjas carmelitas de Alba (Pepito, lo solían llamar) y hasta sus padres debían tener una especial relación con el convento, pues en cierta ocasión recuerda que por la Nochebuena llegaba siempre procedente de las Madres un plato típico carmelitano, el de la “tortilla de vigilia” con que las monjas agasajaban y reconocían los servicios jurídicos de su padre”.
Finalmente, cuantos estén interesados en conocer con mayor profundidad la particular faceta teresiana de nuestro escritor, pueden consultar cuanto Manuel Diego desvela en el Libro de fiestas de octubre de Alba del año 2004 (pp. 83-91) y su artículo “La pasión teresiana de José Sánchez Rojas”, publicado en la revista “Monte Carmelo” de Burgos, vol. 115 (2007) pp. 53-83.
Sor Rosa de Santa Teresa
I. Viernes de Pasión
Rosita siguió, con la mayor atención y diligencia, todos los incidentes de aquel terrible sermón del Descendimiento, que tenían en un puño, como suele decirse, al auditorio de pueblerinos y charritos de las aldeas comarcanas que aquella tarde se habían congregado en la parroquia de San Pedro. El predicador era nada menos que el padre Sebastián, que el célebre padre Sebastián, provincial de la Orden de Carmelitas Descalzos, a quien había encargado la cofradía del Santo Sepulcro un sermón de los buenos, por el cual no había tenido inconveniente en pagar el hermano mayor media docena de onzas, seis peluconas amarillas y magnificas del señor Rey D. Carlos III, que acaso yacían enteradas más de un siglo en los arcones de la Hermandad. Pero a tal rumbo, tal pago, porque el sermón era de los de primísima calidad. Los elementos intelectuales de la Villa-Regia, don Pedro, el registrador; el juez de primera instancia; Perico el concejal, poeta laureado en los Juegos florales de la capital de la provincia por una oda en sáficos adónicos al lucero vespertino, y el novio de Rosita, sentados los cuatro en el banco de las autoridades, asentían, con rotundas cabezadas afirmativas, a los trazos vigorosos del predicador, que describía una vez más el drama del Calvario. La escena era gráfica y expresiva, porque cuatro sacerdotes, a la derecha del presbiterio, corroboraban con el gesto y la actitud las indicaciones del padre Sebastián. Ahora desclavaban la corona de espinas de la cabeza ensangrentada del Justo; luego desclavaban la mano derecha y el pie derecho del madero afrentoso de la cruz; después depositaban el cuerpo del Redentor en el sepulcro que había de figurar en la procesión del Santo Entierro.
Rosita lloró más de una vez, contagiada de ternura y de sincero fervor y –todo hay que decirlo– devorada por una pena secreta que se iba apoderando de su optimismo y de su jovialidad. Su novio no la quería; había descubierto que no la quería. Pero ella, a la vez, con las ausencias prolongadas de su Luis en los Madriles y con las periódicas intermitencias epistolares de aquel amor que había nacido muerto, no se encontraba atada a los afectos terrenales con lazos demasiado indestructibles. Se miró por dentro con una de esas miradas introspectivas que bucean, analizan y disecan los pliegues más íntimos del corazón, y lo encontró vacío de esperanzas y deseos a la manera humana. Su experiencia había sido muy dura y esquiva, y no había conocido más que el egoísmo y la torpeza en torno a ella. El padre, un alcohólico inveterado, había muerto siendo Rosita una nena, y su único hermano, Ramón, luego de correr aventuras con una bailarina en París, había purgado sus trastadas de mala nota en San Miguel de los Reyes. La madre, señora muy cristiana y devota, refugiada en su dolor y en el cariño de su Rosa, había cantado siempre en sus oídos el aria de la desconfianza y del recelo. Y Rosita, indecisa entre el noviazgo y el monjío, iba despegándose poco a poco de las efusiones, con ser, naturalmente, llana, cariñosa, alegre y locuaz.
Aquella tarde del Viernes Santo se decidía, acaso, su destino. Apenas si miraba, de higos a brevas, al novio que, con la levita de alcalde mayor y con el junquillo enlutado en gracia a la solemnidad simbólica del día, ocupaba, muy orondo y satisfecho, la cabecera del banco, sin adivinar que unos ojos puros dejaban de mirar en los suyos con abandono y con amor. Aquel Jesús, aquel Cordero inmaculado que inmolaban bestialmente unos sayones, que necesitaba de la ayuda de Simón para llegar al paraje del sacrificio, que a la vez perdonaba a los buenos y a los malos, era el único Esposo, el verdadero Esposo, que no miente, y que no olvida, que premia en eternidad de dichas con el don de su presencia y de su gracia. Rosita sentía las primeras dulces, suaves, inefables efusiones de su noviazgo con Jesús. ¡Oh, y como quería Rosita a su Redentor! El Domingo de Ramos, cumpliendo con el precepto pascual, a la hora de comunicarse con Él, oyó que unos niños cantaban, en el momento de ofrecer el sacerdote la carne y la sangre del Cordero, unas coplas de la madre Teresa:
Dulce Jesús mío,
dulce Jesús bueno,
véante mis ojos,
muérame yo luego,
y advirtió que sus ojos se empañaban y nublaban de lágrimas, que fueron primero velada y turbia cortina, y después cascada y torrentera impetuosa. El alma de Rosita en aquella hora se elevaba, como el incienso, a las alturas.
Pero Luis… Quedaba la ruptura con Luis, que Rosita no era de esas vírgenes locas que encienden candelas a la vez en dos hogares. No le quería, pero tampoco deseaba disgustarle. Le diría sencillamente su resolución de consagrarse a Dios. Luis sería para ella un amigo, un hermano, por el que pediría a Dios todas las mañanas en la soledad de la celda y del coro. Las pompas de la tierra eran sepulcros blanqueados y gusanos viles y cosas efímeras y pasajeras para el corazón de Rosita. E ingresaría cuanto antes, así que hubiera plaza vacante, en el mismo convento carmelitano donde murió Teresa de Jesús, su madre del espíritu. La dote no la preocupaba cosa mayor; vivía con su madre, si no en la opulencia, en el desahogo más colmado…
Cuando acabó el padre Sebastián su hermosa platica, Rosita, tornando a la realidad, advirtió que la procesión del Santo Entierro se ponía en marcha; grupos de nazarenos labradores rodeaban al Cristo de San Jerónimo; unas viejicas que tenían en la piel raras coloraciones sarmentosas, y que semejaban una mezcla singular de tierra, cera y pergamino, hacían guardia de honor a la Soledad; las dos parejas de la Guardia Civil que había en el pueblo daban escolta al Santo Sepulcro. Rosita, quedamente, atusando unos ricitos rubios que luchaban con la prisión de su rica mantilla de Almagro, limpiando con el pañolito de batista las últimas lagrimas que velaban sus ojazos azules e infantiles, fue a colocase entre las Hijas de María, que también rodeaban al Sepulcro… Ella era, como su Jesús, un muerto más a los ojos del mundo, porque nacía a la vida del espíritu, que es abnegación, y sacrificio, y renuncia de la propia estimación. Su Jesús quería amores callados y esponsales secretos. A Él, a su amado, se consagraba desde aquel momento. La virginidad de su cuerpo sería prenda de su pureza y de su humildad y de su fervor por toda la vida. En aquel momento, la banda municipal dio a los aires una marcha fúnebre de Chopin, y Rosita resolvió su crisis en nuevo raudal de lágrimas, que refrescó su espíritu angustiado y sediento de sacrificio.
II. Un coloquio con el padre Sebastián
– ¡Repórtate, hija mía! –agregó, quedito, el padre Sebastián, atisbando, a través de la rejilla del confesonario, la faz, y con la faz, el estado de espíritu de la linda penitente–. El negocio que te trae es harto grave y requiere mucha calma y sosiego. Por otra parte, la regla de mi Santa Madre es muy estrecha y es muy fácil, por ende, quebrantarla. También en el mundo se puede hacer una vida de perfección. En todas partes podemos consagrar y elevar nuestro espíritu. Ya lo dijo la Madre Teresa, hija mía, muy querida en Jesús: «Entre pucheros anda el Señor.»
– Pero es que yo, padre mío –insistió con dulce tenacidad Rosita– me encuentro completamente desligada del mundo. Ningún afecto me ata a él. Tenía novio, y ya no tengo novio. Sentía cierta pasión por las galas y afeites, y ya llevo para siempre… digo, hasta que Dios se digne oír mis plegarias y logre entrar en el convento de Alba, este hábito del Carmen. Me gustaban las lecturas profanas; me encantaban las novelas de Pereda y de Alarcón y los versos de Gabriel y Galán, y ahora no leo más que la vida de mi Santa Madre. Ya ve vuestra reverencia, padre mío, que mis pecados son de los que se borran en el silencio del claustro, como los borró Santa Teresa. Porque si se prescinde de lo del novio –concluyó graciosamente Rosita–, tengo para mí que mi vida, hasta hoy, no se diferencia gran cosa de la de la Madre fundadora, y que la Villa-Regia de hoy bien puede competir en aburrimiento y hastío con la misma Ávila de los Caballeros.
– ¿Y has pensado en los votos, en la seriedad y en la solemnidad de los votos, hija mía? ¿En los rigores de la pobreza? ¿En la obediencia ciega que no analiza ni discute la orden recibida? ¿En la perfecta castidad, en el castigo diario de esta basura que es el cuerpo con todos sus apetitos y groserías? ¿En la dura tarima donde has de reposar de noche? ¿En el condimento monótono, a base de leche y de pescados, con que has de sustentar tu cuerpo todos los días?
– Si, padre mío; en todo eso he pensado –arguyó valientemente Rosita–. Pero vuestra reverencia no cuenta para nada los delirios, los arrobos y los éxtasis de la vida espiritual. Aquel vivir en amoroso concierto con Jesús, ¿no vale nada? ¿Nada el reposo íntimo, la perfecta paz, el desprendimiento de las vanidades, la ausencia del orgullo? En una palabra, he pensado bien mi resolución, padre Sebastián, y más que al confesor, vengo a ver en estos momentos al sabio consejero y a la alta autoridad de la orden. Puesto que hay ocasión de profesar en Alba, quiero solicitar humildemente el ingreso en aquel santo monasterio.
– ¿Y cuentas con el asentimiento de tu madre?
– Cuento con él.
– Casi has logrado vencerme, y hoy mismo escribiré a sor Prisca, la madre priora, intercediendo en tu solicitud. Pero piénsalo bien y vuelve a verme siempre que lo creas oportuno –añadió el padre Sebastián–. En este confesonario me tienes a tu disposición todas las mañanas, desde las siete. Y ahora, en nombre de Dios Padre, y de Dios Hijo, y de Dios Espíritu Santo –acabó, trazando en los aires la señal de la cruz–, yo te absuelvo como indigno ministro que soy del Altísimo en la tierra, y en penitencia de tus pecados y faltas, reza, durante el santo sacrificio de la misa que ahora vas a oír, tres salves a la Augusta Madre de Dios, para que ella suplique a su Hijo que te ilumine en la grave resolución que acabas de tomar.
Rosita se levantó, acercándose a la portezuela del confesonario y besando con humildad el hábito café que el padre extendía ante ella. Del coro surgió el grave zumbido del órgano, que preludiaba una queja. Y la queja se tornó suspiro, y luego, imprecación, y después, murmullo de aire abrileño, y más tarde, tormenta huracanada y borrascosa de las postrimerías de junio. Rosita siguió sus ensueños e imaginerías al compás del órgano, sabiamente manejado por la agilidad traviesa del padre Manuel, el organista. La música tiene, entre otras muchas, la virtud de hacer revivir en nuestro espíritu los recuerdos más borrosos y pretéritos. Y el padre Manuel era un mago que resucitaba en la devota y gentil rubita, prometida del Señor, escenas remotas y lejanas de su infancia. Y así, recordaba al padre beodo, dando trompicones, que rompía sus muñecas y decía palabras soeces a la mamá, que no se hartaba de suspirar y de llorar, y que luego, a hurtadillas del esposo calavera, besaba a su Rosita frenéticamente y la estrechaba contra su corazón. ¿Serían así todos los papás? Ahora, tenía ante sus ojos la figura achulada e insolente del hermano Ramón, silbando siempre aires zarzueleros y libertinos, llevándose los ahorros de la hucha al tapete verde y las joyas de la madre al Monte de Piedad. ¿Serían así todos los hermanos? Y luego se le aparecía la propia estampa de su rolla Lorenza, que la cantaba el romance de la infanta doña Delgadina, la hija pequeña del rey moro, y que la hablaba de un novio, de un mal hombre, que supo abandonarla luego de burlarse de su cariño. ¿Y serían así, como el novio de la rolla, todos los hombres?
Y Rosita se aislaba, se abstraía de todos sus recuerdos, para pensar en Jesús. Jesús era el amor de su vida, y la estrella de su noche, y el lucero de su aurora, y el agua de su fuente, y el lecho de su descanso. Jesús no era como papá, ni como el hermano Ramón, ni como el novio de la rolla. ¡Dulce Jesús bueno! El sacerdote comenzó la misa; Rosita cumplió su penitencia, comulgó, se postró de hinojos ante el Cristo de San Jerónimo y salió a la calle.
Ya en ella, Luis, el pobre, la persiguió sin resultado. Un saludo ceremonioso y frío, unas palabras cambiadas al azar, una súplica, que fue con dulce tenacidad rechazada, y nada más. El señor alcalde, con el pleito perdido en última instancia, dobló una esquina, y Rosita, ligera como un pajarito, tocada de su mantilla y con su libro de devoción y su bolsito en la diestra, ganó con presteza la puerta de su casa. Momentos después, tomaba chocolate con su mamá, que ya se iba resignando a lo del monjío. Luego, sentada a la camilla, Rosita siguió tejiendo, con el cañamazo de su fantasía, frescas flores que ofrecer a Jesús para el dulce momento de las nupcias.
III. El convento de la Anunciación
Y llegó el momento tan anhelado por Rosita de ingresar, a guisa de novicia carmelitana, en el convento de la Anunciación de Alba de Tormes, una de las primeras fundaciones de la Reforma de la Santa Madre Teresa de Jesús. Hizo el viaje con su mamá, desde Villa-Regia, en los primeros días de junio. A la villa de los Álvarez de Toledo llegó en las primeras horas de la madrugada. El pueblecito, asentado en un lecho de pizarra era muy bello, y si las casas eran bajas y achaparraditas, las torres eran altas y de graciosa proporción. Ringleras de pinos, de álamos y de negrillos bordeaban las orillas del Tormes, que en aquellas horas mañaneras cantaba dulcemente su canción de quietud, lamiendo los paredones y muros del castillo y de las iglesias. Una ermita, la de la Guía, cuyas espalderas estaban resguardadas por una colina, iniciaban el acceso al rugoso puente romano. Rosita divisó desde la diligencia el convento teresiano sobre la mole blanca de los cimientos de la nueva basílica. Las ventanitas de las celdas miraban al río, y desde ellas la vista se espaciaba hasta más allá de las cumbres de la serranía de Gredos, siempre cubiertas de nieve.
Rosita penetró con su madre en el templo, y no tenía ojos para ver todo lo que se ofrecía a su curiosidad. «Pozo de la aparición de San Andrés», rezaba una leyenda en el sotacoro, y recordó los incidentes de la fundación del buen Francisco de Velázquez y de su esposa, doña Teresa de Layz. «Celda de la muerte de la Santa», leyó al pie, y advirtió que unos aldeanos, ganando unos escalones, miraban, admirados, por una mirilla o ventanuco que allí se abría. No pudo resistir la tentación y guardó vez. Una imagen de la santa descansaba en el lecho auténtico desde donde se verificó su glorioso tránsito a la mansión de la verdadera felicidad. La faz de Teresa era alegre y tranquila; un secreto y callado gozo la dominaba. Las monjitas que la vieron morir afirmaban que el espacio se inundó de armonías y que miles de serafines, y de ángeles, y de arcángeles, y de tronos y de potestades, bajaron hasta la celda para transportar su alma a la presencia del Todopoderoso. Y otra monjita vio un lucero muy alto y muy resplandeciente, que era el alma de Teresa remontándose a lo alto. Y testimonios veraces y fidedignos afirmaban, en fin, que un almendro estéril y roñoso que había en el atrio del convento se pobló y cuajó de blancas flores aquella helada noche de octubre en la llanura castellana. Pues Rosita sintió la fragancia del almendro y oyó las armonías celestiales y hasta sintió el resplandor del lucero en su corazón, contemplando la celda que ella había de ver en adelante todos los días. Adoró luego las reliquias: el corazón traspasado por el dardo de fuego del serafín, el tronco de encina con la cruz dibujada en sus fibras que evitó a un duque de Alba la muerte segura un día de tormenta, encomendándose de corazón a Teresa, el relicario primoroso de las diócesis de Bélgica, el brazo derecho –descarnado y terroso–, una carta de la Madre a un prelado de su devoción y amistad. Curioseo luego los cálices de esmaltes peregrinos, regalos de reyes y pontífices, las capas pluviales, las casullas, los albos roquetes, las sobrepellices, los zapatos pontificales… Y por el torno convinieron madre e hija la visita al locutorio carmelitano para unas horas después.
A las tres de la tarde, Rosita apareció con su madre en la puerta del monasterio. Un sacristancillo, insinuante y untuoso dejó a ambas a la puerta del locutorio. Este era una reducida pieza, encalada y cuadrada; una reja de clavos puntiagudos hacia fuera se destacaba al fondo; un torno, a la derecha de la reja y una tabla de un Cristo borroso completaban el monjesco y sencillo ajuar. Sombras de voz gangosa se movían en la penumbra:
– ¡Ave María Purísima! – dijeron las sombras.
– ¡Ave María! – replicaron las visitantes.
– ¿Usted es la novicia, a lo que veo? – exclamó una voz, que, por las trazas, debía ser la mandona de la comunidad, dirigiéndose a Rosita.
– ¡Servidora! – exclamó Rosita, iniciando el plácido palique conventual.
– El padre Sebastián ya nos ha informado –reanudó la voz, grave y segura de sí misma–, y como ya están cumplidos todos los tramites de la dote, las puertas de la casa están abiertas de par en par para nuestra nueva y querida hermana en el Señor. Esta tarde, a las cinco, ya puede ingresar vuestra merced.
– ¿Tan pronto? – intervino angustiosamente la madre.
– ¿Y por qué no, Señora? –arguyó dulcemente la monja carmelita–. Estos tragos de la separación conviene pasarlos cuanto antes.
– Yo estoy a la disposición de vuestras reverencias – dijo Rosita, ganosa de cortar el dialogo y las inquietudes maternales.
A la hora señalada, ingresó la novicia en el convento de la Descalcez Carmelitana de Alba de Tormes. En el patio de ingreso florecía el almendral; las monjas se cubrieron la faz con la toca para recibir a la nueva hermana, y la tornera agitando una campanilla, para que las profesas se acogiesen a su retiro, indicó la celda a la muchacha. Era la misma de la Santa, y miraba a la vega. En aquella hora del atardecer, sonaba el Ángelus la campana de San Pedro. La vega se estremeció al religioso tañido. Lloviznaba, y un silbido penetrante, el del tren, rompió, allá por los altozanos de la huerta del Duque, la placidez de la hora.
Ángelus Domini nunciavit Maríae. Et concepit de Spiritu Sancto. En las celdas vecinas hubo un susurro de plegaria, un fervor de oraciones inusitadas y lentas. Luego, el tañido de una campanita. Después, nada. Rosita se recogió en su tarima y durmió plácida y tranquilamente durante su primera noche de noviciado.
IV. Los amores con Jesús
– ¡Vistamos al Niño Jesús, hermana Rosa! – gritó alegremente la madre Prisca, una dulce mañana de mayo, preparando las ropas para una misa pontifical.
– ¡Vamos allá, madre!
El Niño Jesús está en el centro de una pieza que comunica con la sacristía, por un torno. Una linda camisita de seda cubre sus carnes de madera pintada. El Niño es alto, rubio y gordezuelo; los ojos son azules y sonrientes; breves las manos y pequeños y mantecosos los pies. Aquel Niño lo trajo de Italia el gran Duque y doña María de Colón y Henríquez, la nieta del gran navegante, lo regaló a sus pobres y buenas amigas las Carmelitas. Penetra el buen sol por un ventanuco rasgado de la estancia; desde ella se oyen, a lo lejos, tamizados por dos gruesos muros, ecos de canciones, que llenan las bóvedas del templo. Acaban de llegar a él peregrinaciones de Valencia y de Sevilla. Y se oyen vítores y estallan cohetes, y las campanas de todas las iglesias voltean medio locas, y calle de San Pedro arriba, se oye el eco de un himno de circunstancias:
Valencia, tierra de flores,
patria querida de mis amores.
La madre Prisca se ha apoderado de unos zorros, y con ellos golpea sabiamente las ropitas albas que han de cubrir al Niño. Sor Rosa lo contempla con deleite. Ora besa sus piececitos con unción; ora coloca, entre la camisita, un lindo escapulario del Carmen; ora monologa con él, ganada por la efusión del grato ambiente mañanero lleno de sol y lleno de alegría:
– ¡Niño rico, Niño mío, Jesús precioso, yo te quiero mucho, mucho; pide tú a tu padre por mí, por sor Rosa, que piensa en ti a todas horas! ¡Nene guapo, más rubio que el trigo en las trojes y más blanco que las nieves sobre las cumbres de aquella sierra! ¡Niño mío, y qué guapo voy a ponerte hoy, con tu vestido blanco, recamado de oro; con tus zapatitos azules y con tu corona de esmeraldas y de rubíes! ¡No; hoy no es un día como todos, Nene; hoy es un día grande, muy grande, y van a ponerte en el presbiterio, en frente de su eminencia, el señor cardenal de Sevilla! ¡Qué guapo estás! Pues ¿no sonríes de alegría? ¿Estás contento, Niño? También yo lo estoy de verte y de contemplarte a mis anchas…
La madre Prisca sonríe también, contagiada por la alegría y el candor de la hermana novicia. Rosita es la alegría de la casa y la niña mimada de la comunidad. Se diría que es una Santa Teresa rediviva. Madruguera como un jilguero, devota y recogida en el coro, parca en la mesa y muy diligente y afanosa en sus trajines, a la hora del recreo no hay quien la gane en gracia y en buen humor. Gracias a Rosita, no se interrumpe la buena tradición de la Reforma del Carmen. La monja teresiana no es huraña, sino alegre; no es hermética, sino expansiva; no es una mística de palo, sino una mujer de carne y hueso.
– ¡Alegre está esta mañana vuestra merced, hermana Rosita! – exclama la madre Prisca, con un dulce acento maternal.
– ¿Y por qué no voy a estarlo, madre Prisca, delante de este Niño, tan bonito y tan retrechero?
– ¿Le gustan mucho los niños?
– ¡Mucho, madre, mucho! En las visitas del locutorio me apetecería besarlos, si no fuera por esa reja con pinchos. A veces pienso que, por el torno, debieran cedérmelos por unos minutos sus madres para comérmelos a besos. ¡Eso, sí; no hay ninguno tan bonito como este Niño nuestro!
Y mientras charlan animadamente novicia y priora, van vistiendo al Niño Jesús. Ya tiene sus zapatitos puestos; en su diestra han colocado un cayado de paz, porque este infante es el mejor de los pastorcitos, que llora de pena cuando se le desmanda un cordero remolón, y no descansa hasta que no le retorna al aprisco. La corona, ya refulge sobre las guedejas rubias, y el vestidito de rosa blanco cubre sus carnecitas sonrosadas.
Las dos monjitas preparan las estolas, las albas, las casullas, las capas, los roquetes, las sobrepellices, los zapatos albos de pontificar, la mitra, el báculo de oro. Las vinajeras de plata rebosan de blanco vino aromático. Desfundan el cáliz de esmalte que regaló León XIII. De una caja de caoba sacan una magnifica miniatura de plata para el beso de la paz. Y llevan también al torno el juego nuevo de las campanillas para el momento de la consagración, y el relicario de Bélgica, y la carta autógrafa, y el álbum, y un rico misal gótico.
V. La muerte de sor Rosita
– Y ahora –suplicó la madre priora a la comunidad, al concluir los rezos vespertinos– cantemos, hermanas, un Miserere para que Dios se sirva salvar la vida de sor Rosa o disponer lo que mejor convenga para su eterna salvación.
Y las monjitas, hondamente emocionadas, entonaron las doloridas estrofas del rey David, en el coro en penumbras, para que Dios devolviese la salud a sor Rosa, que había de profesar, si mejoraba, un mes después. La epidemia gripal, que había respetado los umbrales del monasterio, aparecía en él, escogiendo una víctima propiciatoria: sor Rosita. El caso era grave y desesperado hasta más no poder, y el doctor meneaba negativamente la cabeza, confiando sólo en un milagro de la Providencia. La enferma tenía ahora una fiebre espantosa de cuarenta y un grados; deliraba, y no había esperanza alguna por su vida.
Desde el coro se dirigió la comunidad a su celda. El médico y la hermana enfermera cuidaban de la doliente. En su delirio bendecía sor Rosita al niño Jesús. Los ojos iban apagándose y perdiendo su azulez intensa; los cabellos rubios, cortados y prisioneros de la toca, estaban empapados en un lago de sudor, las manos, breves, perdían por minutos su coloración y se confundían con la cera. Un padre carmelita entró, solicito, para leer la recomendación del alma. Las monjitas se postraron de hinojos en torno al lecho, acompañando en sus preces al recomendante.
Ya hemos dicho que la celda de sor Rosita era la misma que ocupó la madre Teresa en su primera etapa de monja en aquel convento de la Anunciación. Toda la noche la pasó delirando la enferma. Con el alba cedió un poco la fiebre; pero momentos después entró en el periodo agónico. Y sor Rosita seguía delirando.
– ¡Tú, mi buen Jesús, llévame al cielo! ¡Y dame paz, sobre todo paz! No lleves a él ni a papá ni al hermano Ramón, que son malos; pero a mi mamita, sí. Y tú, Niño bueno, has de estar con nosotras para que yo te bese los piececitos, para que yo te acaricie, para que yo te dé los ricos picatostes que toma con el chocolate su eminencia el cardenal. Cuando yo profese, niño Jesús, me seguiré consagrando tan por entero a ti que no tendrás nunca una queja mía. Tú, que eres el Jesús de Teresa, ¿no quieres serlo también de Rosita?
Dulce Jesús bueno,
dulce Jesús mío,
véante mis ojos
muérame yo luego.
Muérome para verte. Porque te veo me muero… Esa luz, ¿dónde está esa luz, sor Prisca?
Pero sus incoherencias cedieron el paso al sopor. Luego extendió la cabeza, quedando muerta. Pero sonreía como si viviera, y de su faz no se había borrado el sello del reposo. Era un ángel más que dormía.
Las monjitas la amortajaron piadosamente. En la fosa común la enterraron aquella tarde por prescripción facultativa. Su recuerdo no se ha borrado todavía entre las monjas; pertenece, con Ana de San Bartolomé, con María del Sacramento, a la pléyade de esas religiosas sencillas y admirables que fueron felices porque mataron el deseo de lo temporal por el amor de lo eterno.
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